Anhelando la Palabra de Dios

Anhelando la Palabra de Dios

Muchas veces, nos comprometemos a llevar a cabo ciertas metas. «El lunes comienzo la dieta. O «voy a leer la Biblia completa este año», por ejemplo. O algo más personal: «Voy a romper con ese hábito pecaminoso que últimamente está invadiendo mi vida cristiana». No siempre las cumplimos, lamentablemente. 

Sin embargo, hay una meta que todo cristiano debería practicar a lo largo de su vida, y es crecer en amor y en anhelo por la Palabra de Dios.

Esa debería ser una resolución que mantengamos a lo largo de nuestras vidas. Por supuesto, eso incluye tener un espíritu sumiso a lo que Dios nos dice en su Palabra.

Dice el apóstol Santiago: «Aquel que mira atentamente a las Escrituras y persevera en ellas, no siendo un oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra, este será bienaventurado en lo que hace». El bienaventurado no es el que solo lee la Biblia, sino el que la pone por obra.

Pero el énfasis que el apóstol Pedro propone es diferente, él quiso enfatizar el valor de la Palabra escrita. 

Como bien sabemos, Jesús tenía muchos discípulos y seguidores. Pero entre todos ellos había un grupo grande que lo seguía permanentemente; grupo que incluía un número de mujeres. También tenía un grupo más pequeño, que luego sería conocido como los 12 apóstoles, al que le dedicaba mucha más atención. Y dentro de aquellos 12, había un grupo aún más íntimo, conformado por Pedro, Jacobo y Juan. Ellos tres, recibieron una atención personalizada por Jesús; asimismo, experimentaron algo muy especial, habían estado presentes en el monte de la transfiguración, habían visto a Jesús en su gloria. Una experiencia maravillosa e inolvidable. Sin embargo, a pesar de haber experimentado tamaña experiencia, Pedro sabía muy bien dónde poner sus prioridades. 

Nos dice en su segunda carta: «Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad.Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, —y aquí relata parte de aquella experiencia— le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia.Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo.Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones» (2 Pedro 1.16-19).

¿Por qué Pedro priorizó la Palabra por sobre su experiencia en el monte de la transfiguración? Porque sabía que toda experiencia, por más maravillosa que fuera, terminaría, y nunca podría igualar el valor permanente de la Palabra de Dios en la vida del creyente.

A lo largo de la historia de la redención, Dios mismo ha enfatizado reiteradamente que su Palabra inspirada es verdadera, infalible y la fuente totalmente suficiente de verdad, mucho más que cualquier experiencia que podamos tener.

Veamos ahora lo que ya había dicho Pedro en su primera carta: «Desechando, pues, toda malicia, todo engaño, hipocresía, envidias, y todas las detracciones, desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis para salvación» (1 Pedro 2.1-2). Lo primero que vemos en este pasaje es que Dios nos manda en su Palabra que tengamos un fuerte deseo por su Palabra. Es claro que debemos leer la Palabra, memorizar la Palabra, estudiar la Palabra, pero lo que Dios enfatiza a través de Pedro es que todo cristiano debe tener un profundo anhelo por la Palabra de Dios. Y no se trata de una sugerencia, sino que es un mandato: «desead», es una orden. La palabra que usa Pedro aquí transmite la idea de algo que se anhela ardientemente. Es desear algo fuerte o persistentemente. Es algo que deseamos con tal intensidad, que ninguna cosa de este mundo sería capaz de suplir esa necesidad. Se trata de algo tan vital como el aire que respiramos. De ahí, la comparación que hace Pedro «desear como niños recién nacidos la leche maternal»; es decir, el alimento imprescindible para vivir. Debemos desear el alimento de la leche pura de la Palabra como los niños recién nacidos desean la leche de su mamá. Aquí Pedro no está hablando solo de los nuevos creyentes, sino de todos los creyentes. Tanto para quienes acaban de llegar a la fe en Cristo como para quienes tenemos 40, 60 u 80 años en la fe. Todo creyente debe anhelar la Palabra como el niño recién nacido anhela la leche de su mamá.

El rey David dice en Salmos 19.10 que para él la Palabra de Dios era más deseable que mucho oro afinado y más dulce que la dulce miel, la que destila del panal. Lo mismo expresa el Salmo 119 —el capítulo más largo de la Biblia—, que no es otra cosa que un largo poema de alguien que anhela la Palabra de Dios. En 172 de sus 176 versículos, el salmo menciona la Palabra de Dios. «Abre mis ojos, para que contemple las maravillas de tu enseñanza» (v. 18); «se consume mi alma deseando tus leyes en todo tiempo» (v. 20); «amo y anhelo tus mandamientos, y pienso mucho en tus leyes» (v. 48). Y podríamos seguir mencionando versículos de este salmo expresando la misma idea, un gran anhelo por la Palabra de Dios. David dice: «Ni mucho oro afinado se compara con tu Palabra». Aquí vemos la expresión de un hombre que desea la Palabra de Dios como un niño recién nacido desea el alimento materno.

Si somos creyentes y en este momento tenemos poco apetito por la Biblia, Dios nos manda, nos ordena, que comencemos a desearla más.

El problema es que no siempre tenemos este tipo de deseo por la Palabra de Dios, pero Dios mismo puede poner en nosotros ese anhelo, si se lo pedimos.

Agustín de Hipona oraba en sus Confesiones y decía: «Concédeme lo que mandas, y manda lo que quieras». Es decir, concédeme en tu gracia lo que me mandes, y mándame lo que quieras. Porque no estoy confiando en mi capacidad para obedecerte, sino que estoy confiando en ti para obedecerte.

Si bien somos nosotros los que debemos obedecer los mandamientos de Dios y tomar la iniciativa de leer, memorizar y estudiar la Palabra, sabemos que no vamos a poder avanzar ni un solo paso en nuestra vida cristiana si no es en dependencia del Espíritu Santo. Así que, no nos quedemos donde estamos, con nuestro poco apetito por la Palabra de Dios, reconozcamos nuestra impotencia delante de Dios, oremos pidiendo su ayuda, y por encima de nuestros deseos, leamos la Biblia.

Si no tenemos ese anhelo por su Palabra, debemos confesárselo a Dios y pedirle que nos dé las fuerzas para hacerlo cada día. Que él nos capacite para anhelar su Palabra, y que abra nuestros ojos —como dice el salmista en el Salmo 119—, para ver las maravillas de su Palabra.

Cuando entendemos lo maravillosa que es la Palabra, la deseamos.

Debemos leer la Palabra de Dios sabiendo que es por medio de ella que Dios obrará en nosotros. No nos quedemos esperando que nos llegue el deseo de leer la Biblia; confiemos en el Señor para que nuestro anhelo crezca a medida que leemos la Biblia.

Empecemos hoy, hermanos. No dejemos para mañana lo que necesitamos comenzar hoy. La Biblia es toda la revelación que Dios quiso darnos para nuestra bendición, crecimiento y nutrición. No la desperdiciemos. No la despreciemos, porque al hacerlo, estaremos despreciando a Dios mismo.

El amor por la Palabra de Dios y deleitarse en ella distingue siempre a los que son de verdad salvos. Jesús manifestó: «Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8.31-32). El apóstol Pablo repitió esos principios cuando afirmó: «Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios» (Rom 7.22).

Empecemos hoy mismo a desarrollar ese anhelo profundo y persistente por la Palabra de Dios.

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