Ciudadanos del cielo

Ciudadanos del cielo

El mundo vive tiempos de inestabilidad; la iglesia también. Con los problemas económicos globales, incrementados por los problemas propios y endémicos de América Latina, es fácil que los cristianos nos sintamos incómodos. Siempre hubo tiempos difíciles. Fue difícil para Abraham, fue difícil para Pablo, fue difícil para los cristianos perseguidos a lo largo de la historia. Sin embargo, muchos de ellos prevalecieron. ¿Cómo lo lograron? Una respuesta es que todos los cristianos que siguieron su destino de dolor y no claudicaron tenían bien en claro que este mundo caído no era su hogar y que, por lo tanto, debían esperar dificultades. Jesús dijo: «En el mundo tendrán aflicción; pero confíen, yo he vencido al mundo» (Juan 16.33).

Pero, para muchos cristianos de hoy, el mundo no es un lugar de paso, sino un lugar para disfrutar de los placeres pasajeros que el mundo ofrece. Eso nos hace perder la perspectiva eterna, y cuando la tribulación arrecia nos sentimos turbados.

Para enfrentar nuestra realidad, por más difícil que sea, debemos tener en cuenta dos elementos: (1) Este mundo no es nuestro hogar definitivo, pues nuestra ciudadanía está en los cielos; y (2) Dios utiliza la tribulación para nuestro bien y para su gloria, y ninguna tribulación que experimentamos está más allá de su control.

Somos ciudadanos del cielo

El concepto de nuestra ciudadanía celestial fue expresado por el apóstol Pablo al escribir su Carta a los Filipenses, donde claramente estableció que antes que nada somos ciudadanos del cielo: «Pero nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, el Señor Jesucristo» (Filipenses 3.20). Si efectivamente nos consideramos como emisarios de los cielos con un mensaje para declarar y una vida de testimonio para vivir, lo que nos suceda aquí no definirá nuestro seguro futuro.

Es como si hubiéramos sido enviados por un país seguro y estable para representarlo en un país profundamente inestable. Sabemos que siempre tenemos el respaldo del país al que pertenecemos, aunque por un tiempo tengamos que servir en un ambiente difícil. Mientras estuviéramos en ese otro país, ¿actuaríamos como si ese fuera nuestro destino final? ¿Buscaríamos una casa donde vivir pensando que sería para siempre? ¿Nos haríamos problema si la casa donde vivimos temporalmente tiene algunos problemas? Todos los problemas soportados en el país donde vivimos serían evaluados desde la perspectiva pasajera de nuestra verdadera ciudadanía, ¿no les parece?

Esa es la actitud que deberíamos tener mientras estamos en este mundo. Por supuesto que las tribulaciones nos presentan dificultades y provocan dolores, pero debemos comprender que somos ciudadanos de otro lugar —el cielo— y, teniendo eso en mente, todas nuestras circunstancias deben ser evaluadas a la luz de nuestra ciudadanía eterna. Todo en este mundo es pasajero y eventual.

Desde un punto de vista práctico, tener nuestra mirada puesta en el cielo nos libera para realizar más «bien» mientras estamos aquí. Pablo tenía esto en mente cuando escribió: «Pero todo lo que para mí era ganancia, lo he estimado como pérdida, por amor de Cristo. Y a decir verdad, incluso estimo todo como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por su amor lo he perdido todo, y lo veo como basura, para ganar a Cristo» (Filipenses 3.7-8).

La historia cristiana tiene muchos grandes ejemplos de esto. Algunos de los ricos cristianos que trabajaron junto a William Wilberforce para liberar esclavos en Inglaterra gastaron sus fortunas en aquella tarea. Cristianos involucrados en el cuidado de las víctimas de la plaga a principios del siglo IV llevaron a muchos no cristianos a glorificar a Dios por sus desinteresados actos de servicio por amor a otros. En su libro «Mera cristiandad», C. S. Lewis dice, acertadamente: «Muchos de los santos que han logrado una gran diferencia en este mundo son aquellos que tenían su esperanza puesta en el próximo».

Pero ubicarnos en ese lugar es difícil cuando hemos acumulado muchas cosas y nos hicimos adictos al ídolo de la comodidad. A medida que la crisis mundial crece, tener la capacidad de deshacernos de las cosas terrenales será un elemento crucial si verdaderamente queremos marcar una diferencia duradera. Estar abiertos a compartir lo que tenemos, tanto con los de la Iglesia como con los de afuera, será clave.

También tendremos que rechazar la tentación de acumular en lugar de dar; y dar, como decía Teresa de Calcuta, «hasta que duela». Nuestra actitud debe ser aquella de los cristianos de Macedonia, que dieron aún desde su propia pobreza en los días de Pablo: «Cuya generosidad se desbordó en gozo y en ricas ofrendas, a pesar de su profunda pobreza y de las grandes aflicciones por las que han estado pasando» (2 Corintios 8.2).
Sería bueno que los cristianos podamos mirar nuestros propios problemas económicos presentes como tiempos de bendición y no de penurias. Sin dudas que invertir menos dinero en las cosas superfluas nos ayudará a ser más generosos con aquellos que están sufriendo profundas penurias; y compartir nuestro dinero con aquellos que están dispuestos a ir y predicar el evangelio traerá verdadera bendición para nosotros, no solo en esta vida sino también en la «verdadera». En ese sentido, las penurias que estamos enfrentando en este momento pueden ser bendiciones disfrazadas si las miramos con los ojos y el corazón de la fe.

La perspectiva del Reino: lo que cuenta es la gloria de Dios y sus planes
Comprender que nuestra verdadera ciudadanía está en los cielos y que, como Pablo, somos aquí embajadores de Cristo (2 Corintios 5.20) acarrea ciertas responsabilidades. Una responsabilidad crítica para todo embajador es comprender la relación entre su país de origen y el lugar donde provisoriamente está habitando. Para nosotros, eso incluye comprender que Dios considera responsables no solos a los individuos, sino también a los grupos —naciones— de proveer económicamente a otros países o individuos que están pasando serias dificultades. Por más que el dinero sobre en algún país, este no tiene derecho a malgastar su dinero cuando en el mundo más de 800 millones de personas van a la cama con hambre cada día. Somos responsables ante Dios por nuestro dinero y el uso del mismo. Debemos estar dispuestos a dar tanto material como espiritualmente a aquellos que tienen necesidad.

Los juicios pronunciados sobre Israel y otras naciones por los profetas del Antiguo Testamento y los juicios descritos en el libro de Apocalipsis dejan en claro que Dios pedirá cuentas a las naciones por sus acciones. Pero parte de ello será determinado por el grado de revelación que tengan. En Mateo 11.20-24, Jesús advierte a dos ciudades judías respecto a que la condenación será más severa para ellas en el día del juicio que para dos ciudades paganas que habían desaparecido muchos siglos antes. ¿La razón? «Las ciudades judías habían recibido mucha más exposición a la verdad, pero no se habían arrepentido».

Lucas 12.47-48 refuerza el tema: «El siervo que, a pesar de conocer la voluntad de su señor, no se prepara para cumplirla, se hace acreedor de muchos azotes. Pero el que se hace acreedor a recibir azotes sin conocer la voluntad de su señor, será azotado poco. Porque al que se le da mucho, también se le exigirá mucho; y al que se le confía mucho, se le pedirá más todavía».

Cuando aplicamos esto a nuestra propia realidad de más de 500 años de exposición al evangelio desde la Reforma y de los abundantes recursos naturales y humanos con los que contamos, se hace notoria nuestra responsabilidad en compartir el evangelio y recursos con otras culturas con muchas más necesidades que las nuestras. Tanto en forma individual como iglesias y países, somos responsables ante los ojos de Dios por las muchísimas personas alrededor del mundo que todavía no han oído el evangelio y se deshacen en penurias reales y profundas. Debemos vivir en una actitud de continua oración, rogando a Dios por su guía para ser siervos útiles en sus manos para la extensión de su reino. La oración siempre es un indicador de nuestra dependencia en Dios. Cuanto más oramos, más evidenciamos nuestra dependencia en él. Como embajadores de Cristo debemos orar por la nación en la que estamos, para que Dios traiga la luz del evangelio y para que con los ojos bien abiertos la nación se convierta en una nación enviadora. Jeremías decía: «Procuren la paz de la ciudad a la que permití que fueran llevados. Rueguen al Señor por ella, porque si ella tiene paz, también tendrán paz ustedes» (Jeremías 29.7). Pero esta obra de oración implica mucho tiempo, y no muchos están debidamente convencidos de esta necesidad. Debemos reservar tiempo para orar por la extensión del reino y para involucrarnos personalmente en el campo misionero, ya sea que vayamos, enviemos —o apoyemos— misioneros u oremos por aquellos que van y envían.

La extensión del reino de Dios debe ser nuestra preocupación como embajadores de Cristo. Desarrollar una perspectiva del reino nos ayudará a ver las cosas en su justa perspectiva.

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