«Dios mío, fortaleza mía, en él confiaré; mi escudo, y el fuerte de mi salvación, mi alto refugio; salvador mío; de violencia me libraste.» (2 Samuel 22.3)
En la antigüedad, los guerreros no tenían las armas ni la tecnología que se usan en las batallas de nuestros días. Solo contaban con algunos elementos que les servían para atacar al enemigo y defenderse de ellos.
Una de las armas de defensa más importantes era el escudo. Algunos estaban hechos de madera, otros de metales más resistentes a los golpes. Lo cierto es que el soldado sabía que si tenía un escudo podría salvarse de morir atravesado por la espada enemiga.
La vida se parece a una batalla en la que debemos luchar para lograr la victoria. Los enemigos se presentarán de distintas maneras: pensamientos de baja autoestima, temor a enfrentar nuevas etapas, dudas que podrían apagar nuestra fe, tentaciones difíciles de resistir, situaciones, palabras y sentimientos que quieren llenar nuestra mente de ideas negativas y hacer que perdamos de vista lo que Dios desea para nosotros.
Por eso, en todo momento debemos llevar puesto el escudo de la fe. En otras palabras, confiar siempre en Dios, quien estará a nuestro lado para defendernos y darnos las fuerzas necesarias para vencer. Ocupemos nuestra mente con lo que dice la Biblia y nunca nos faltará una palabra de fe que protegerá nuestro corazón ante cualquier clase de ataque.
Sumérgete: Dejar que Dios sea nuestro escudo es permitirle que nos abrace con su amor. Él cuidará de cada uno de nosotros en todo momento, aun en medio de las pruebas, tentaciones y situaciones difíciles.
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