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Creo en Dios, por lo tanto, soy salvo

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¿Esto es tan así, o hay algo que investigar?

Pablo y Silas estaban presos en Filipos. Por intervención divina, las cadenas de todos los presos se soltaron y todas las puertas se abrieron. Cuando el carcelero se dio cuenta de que las puertas de la cárcel estaban abiertas, quiso matarse, pero no alcanzó a hacerlo, pues Pablo lo detuvo, asegurándole que nadie se había escapado de la cárcel.

Al darse cuenta de semejante milagro, el carcelero le preguntó a Pablo lo siguiente:

«Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo?». La respuesta de Pablo y Silas no se hizo esperar: «Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa» (Hechos 16.30-31).

Las palabras de Pablo fueron una respuesta para el carcelero de Filipos y su familia, que no podemos extrapolar y aplicarla a cada persona de aquella época o de nuestra época. Fue la respuesta apropiada para aquel carcelero. Pero la pregunta de cómo ser salvo permanece. 

Si creo en Dios, ¿eso significa que ya soy salvo? Depende.

En el capítulo 12 de su Evangelio, Marcos nos cuenta de varios encuentros que Jesús tuvo con distintos grupos de su época. A partir del versículo 13, Marcos nos cuenta que un grupo de herodianos (seguidores de Herodes) se acercaron a Jesús con la idea de «sorprenderlo en alguna palabra», es decir, trataron de atraparlo en algo a fin de acusarlo. Pero no pudieron hacerlo, Jesús les respondió sabiamente y tuvieron que callarse.

A partir del versículo 18, el evangelista nos cuenta que se acercaron a él los saduceos —que no creían en la resurrección—, con ánimo de probarlo. También fracasaron en su intento, pues Jesús les respondió con las Escrituras y no pudieron rebatir sus palabras.

Finalmente, se acercó a él uno de los escribas «que los había oído disputar, y sabía que les había respondido bien», y le preguntó: «¿Cuál es el primer mandamiento de todos?» (Marcos 12.28).

Jesús le respondió: «El primer mandamiento de todos es: Oye, Israel; el Señor nuestro Dios, el Señor uno es. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que estos» (Marcos 12.29-31).

El escriba, entonces, le respondió: «Bien, Maestro, verdad has dicho, que uno es Dios, y no hay otro fuera de él; y el amarle con todo el corazón, con todo el entendimiento, con toda el alma, y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, es más que todos los holocaustos y sacrificios» (Marcos 12.32-33).

Tremenda respuesta, ¿verdad? No solo le dijo a Jesús que había respondido bien, sino que también él añadió su propia comprensión de ese mandamiento. Pero, ¿cuál fue la respuesta de Jesús a esas sabias palabras del escriba?

«No estás lejos del reino de Dios» (v. 34). Cuando leí esta respuesta de Jesús por primera vez, me pregunté: «¿Por qué le dijo eso? ¿Cómo que no estaba lejos del reino de Dios? ¿No había respondido sabiamente el escriba acerca de Dios? ¿No significaba eso que el escriba creía en Dios? ¿Qué le faltaba para estar en el reino de Dios y no solamente estar cerca?».

Es claro que al escriba le faltaba creer en Jesús. Creía en Dios, conocía los mandamientos, pero le faltaba creer en el Hijo de Dios.

Entonces, parece que, si creo en Dios y creo en Jesús, ya soy salvo, como Pablo le dijo al carcelero de Filipos. ¿O hay algo más que debemos tener en cuenta?

Santiago, en su carta, nos dice: «Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan» (Santiago 2.19). Este versículo dispara una pregunta: «¿Qué diferencia mi fe de la fe de los demonios?». Ellos creen y yo creo. ¿Por qué mi fe me salvaría y la de ellos no? Creo que, en el capítulo anterior, Santiago nos da una pista: «Pero sed hacedores de la palabra y no tan solamente oidores» (Santiago 1.22).

Es decir, mi fe producirá en mí frutos claros de mi fe. No es suficiente creer en Dios y en Jesús; esa creencia debe redundar en un cambio de vida. En un nuevo nacimiento, como le diría Jesús a Nicodemo en Juan 3.

Creer en la existencia de Dios y de Jesús no me salva. Creer intelectualmente en Dios no solo no me salva, sino que puede convertirse en un elemento de condenación. Es como creer en una galaxia lejana; si existe, bien; y si no existe, también. Pero con Dios la cosa es muy diferente.

Cuando el Reino del Sur (Judá) estaba siendo exiliado, Jeremías les dijo: «Aunque digan: Vive Jehová, juran falsamente» (Jeremías 5.2). No son las declaraciones las que nos salvan, sino que somos salvos por gracia a través de la fe, para obedecer.

Aunque digamos que creemos en Dios y en Jesucristo, si no buscamos obedecer y seguir su voluntad en nuestra vida, esas palabras serán solamente eso: palabras. Fuimos «elegidos según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer…» (1 Pedro 1.2).

Debemos creer que Dios envió a su único Hijo, a través de la concepción milagrosa y virginal de María, para que viviera una vida impecable y muriera en la cruz en nuestro lugar, y resucitara al tercer día, como dicen las Escrituras, y nos librara del pecado y de la muerte, para la gloria de Dios. Creer realmente en eso tiene como resultado vivir una vida de acuerdo a la voluntad de Dios y crecer en su conocimiento cada día, a través de la guía del Espíritu Santo, para su gloria y honra.

Que Dios nos ilumine para crecer cada día en obediencia y santidad. Que cada día estemos atentos a glorificar a Dios con nuestra vida, buscándole en oración y a través de su Palabra y creciendo en nuestra obediencia.

«Y a aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría,al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén» (Judas 24-25).

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