«A los cielos y a la tierra llamo por testigos hoy contra vosotros, que os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia.» (Deuteronomio 30.19)

Todo el tiempo estamos tomando decisiones. Cuando nos levantamos por la mañana decidimos salir de la cama, ¡aunque no nos guste despertarnos tan temprano! Luego, elegimos la ropa que nos pondremos, si tomamos o no el desayuno, qué cosas llevaremos ese día. Cuando vamos al restaurante decidimos qué platillo le pediremos al camarero. Al navegar por Internet elegimos qué sitios visitar, con qué amigos conectarnos, y así durante el resto del día.
Es cierto que hay muchas cosas acerca de las que no podemos decidir. Por ejemplo, por más que deseemos la lluvia, no vendrá porque decidamos que llueva.
Tampoco podemos decidir lo que pensarán los demás. Porque si bien es posible imponer que las personas actúen de una manera determinada, es muy difícil lograr que cambien sus pensamientos.
Enfoquemos nuestra energía en aquellas decisiones que están en nuestras manos. Qué clase de persona queremos ser, qué palabras salen de nuestra boca, cuáles son nuestros principios y valores, de qué manera tratamos a los demás, qué creemos acerca de Dios, con qué amigos nos relacionamos, cómo les respondemos a nuestros padres, qué carrera estudiar, etc.
El peligro de no tomar decisiones en esas cosas tan importantes es que podemos terminar haciendo lo que otros nos indiquen o lo que nos guste según nuestro estado de ánimo. ¡Tomemos nuestras propias decisiones!
Sumérgete: Las decisiones que tomes hoy tendrán consecuencias, positivas o negativas, en tu futuro. ¡Recordémoslo cada día para evitar cometer errores!