Introducción
La Biblia es el libro sagrado del cristianismo
De las páginas de ese Libro han bebido los creyentes a lo largo de los siglos. Alabada por los cristianos y despreciada por sus detractores; traducida a muchas lenguas y prohibida su lectura por peligrosa; impresa por millones de ejemplares y distribuida por organismos como Sociedades Bíblicas Unidas, y perseguida, a veces con saña, por personas y regímenes que han visto en ella un formidable enemigo digno de ser atacado; estudiada con sacrificio y ahínco por millones de discípulos de Jesucristo y de adoradores del Dios altísimo, y abandonada en un polvoriento rincón de la casa o del despacho por muchos que se llaman a sí mismos cristianos, la Biblia ha capeado todas las tempestades. Y cada día es mayor el número de quienes ansían descubrir en sus páginas el mensaje de esperanza que no han podido encontrar en teorías ni en ideologías, en ciencias ni en instituciones religiosas, en el activismo político ni en la entrega apasionada al activismo hedonista que tanto caracteriza a este mundo en desesperación.
Por Plutarco Bonilla Acosta
Religión y texto sagrado
El sentimiento religioso es una experiencia de carácter prácticamente universal. Ya lo señaló un pensador antiguo: puede uno recorrer los pueblos del mundo y se encontrará con que muchos de ellos no han construido teatros ni coliseos; otros no han desarrollado las artes o algunas de ellas; aun en otros faltan instituciones que ya existían en pueblos que les eran contemporáneos. Sin embargo —decía el filósofo e historiador Plutarco, del siglo II de la era cristiana—, que no se conocían pueblos en los que no existiera alguna forma de expresión del sentimiento religioso, por muy primitivos que tanto este como aquella pudieran ser.
Como parte de esa expresión —y de manera muy particular en las religiones que lograron alcanzar un determinado grado de desarrollo— aparecen también los libros sagrados: el conjunto de aquellos textos que una determinada comunidad religiosa considera que son de particular interés y valor para ella, y, como consecuencia, poseedores de una autoridad tal que ningún otro texto comparte. Por eso existen los Vedas y El libro de los muertos, El Corán, El libro de Mormón y los libros de Russell. Las diferentes comunidades religiosas interpretan de diversa manera el origen y el significado de su propio conjunto de libros sagrados.1
En el cristianismo no podía ser de otra manera. Por una parte, hereda del judaísmo una colección de libros sagrados —la Biblia hebrea— que, con el tiempo, pasó a denominar con la expresión «Antiguo Testamento».2 Y, por otra, su propia experiencia y desarrollo le hace producir una serie de textos que también se van incorporando al conjunto de libros tenidos como de especial valor y autoridad.

La historia del texto, la transmisión del texto y la formación del canon
¿Cómo se formó el canon del Nuevo Testamento? 3
Es obvio que no se trata de que a alguien se le hubiera ocurrido reunir en un solo volumen un cierto conjunto de obras —muy dispares, por cierto, en cuanto a extensión y contenido— y hubiera proclamado, porque así le pareció bien, que esos libros eran sagrados.
Tampoco se trata de que Dios le haya soplado a alguien en el oído y le haya dictado, libro por libro, la lista completa de los que habrían de componer el NT.
El proceso fue muy distinto. Mucho más complejo, mucho más rico y mucho más interesante. Y no exento de dificultades.
En primer lugar, hay un estrechísimo nexo entre la formación del canon y la formación del texto. Ambos desarrollos no pueden identificarse, pero tampoco pueden separarse sin hacer violencia a uno de los dos. 4

Como es de sobra conocido, los escritos del Nuevo Testamento son escritos ocasionales. Con ello queremos decir que hubo una «ocasión» (o unas «ocasiones») que, de hecho provocaron su formación. O, dicho de otra manera: Esos textos no aparecen simplemente porque sus autores un día se levantaron con ganas de escribir y luego tuvieron la brillante idea de que sería «bonito» poner por escrito lo que les había venido a la mente. Al contrario. No es extraño el caso de un determinado autor bíblico que escriba angustiosamente, y que habría preferido no tener que escribir lo que estaba escribiendo. Eso es, en efecto, lo que a veces le pasaba a Pablo apóstol. Oigámoslo cuando escribe estas palabras: «Porque por la mucha tribulación y angustia de corazón os escribí con muchas lágrimas, no para que fueseis contristados… Porque aunque os contristé con la carta, no me pesa, aunque entonces lo lamenté…» (2 Co 2.4; 7.8a).5
Fueron muy diversas las «ocasiones» o circunstancias que movieron a los diferentes autores del NT a poner en papiro (que era el papel de la época) sus pensamientos, exhortaciones, esperanzas, oraciones, etc. El material que se incluye en esa obra global es variado: hay predicaciones (u homilías), cuentos que Jesús contaba (eso son las parábolas, y Jesús era un consumado e inigualable narrador), relatos de acontecimientos, oraciones, exhortaciones, visiones proféticas y apocalípticas, escritos polémicos, cartas personales, secciones poéticas… En cada caso, fue el problema o situación particular que el autor quería enfrentar y las características propias de sus lectores lo que determinó la naturaleza de cada escrito.
Por supuesto, mucho de lo anterior también se encuentra en la Biblia hebrea y, de alguna manera, ella sirvió de modelo para los escritores neotestamentarios. A ese modelo ellos agregaron su propia creatividad y ciertos detalles que eran característicos de la época en la que se formó el NT.6 Hay, sin embargo, en el desarrollo de la comunidad cristiana de los primeros tiempos y en su producción literaria, una diferencia fundamental respecto de los escritos heredados del judaísmo. Veamos:
• Cuando Pablo, Pedro, Juan o Judas, pongamos por caso, se sentaban a escribir, ya fuera por propia mano o, como solía hacer Pablo, por la interpósita mano de un secretario, lo que querían hacer era responder a la situación específica que se les había presentado: pleitos entre hermanos, inmoralidad en la congregación, penetración en la comunidad cristiana de ideas extrañas que negaban tanto la eficacia de la obra de Jesucristo como la eficacia de la fe, gozo por la fidelidad de los hermanos y por la expresión de su amor, necesidad de recibir aliento en momentos de dificultad y prueba… o lo que fuera. Y esas autoridades de la iglesia escribieron, habiendo buscado la dirección de Dios, en su calidad de tales: apóstoles, obispos (en el sentido neotestamentario), pastores y dirigentes de la comunidad cristiana en la diáspora.
• Cuando ellos escribían, ni siquiera soñaban que aquello que producían tenía, o llegaría a tener, la autoridad de los escritos sagrados que leían en la sinagoga y en las primeras congregaciones de cristianos. Puede decirse que en el NT, quizá con la excepción del Apocalipsis —por su naturaleza particular—, no hay indicios de que sus autores creyeran que lo que estaban escribiendo iba a ser parte de «La Escritura».7 Pero, por proceder esos escritos de quienes procedían, por la autoridad que representaban sus autores y por considerar que, de alguna manera, eran testimonio de primera mano y fidedigno de «las cosas que entre nosotros han sido ciertísimas» (Lc 1.1), los grupos cristianos no solo guardaron y releyeron los textos que directamente ellos habían recibido sino que, además, comenzaron a producir muchas copias y a distribuirlas entre otras tantas comunidades hermanas.8 Poco a poco, los cristianos fueron reconociéndoles a esos textos autoridad privilegiada 9 para la vida de la Iglesia y, con ello, reconocieron la inspiración divina en su producción, y en fecha posterior elaboraron la doctrina correspondiente.10
Nos hemos referido hasta ahora a libros del NT que se escribieron, en su mayoría, «de corrido». La situación se torna más compleja cuando tratamos de textos como los de los evangelios, cuya composición siguió otro camino.
En efecto, a Jesús no lo seguían estenógrafos que iban tomando notas de todo lo que él hacía y enseñaba, y que luego «se sentaron a escribir un libro».
De la palabra hablada a los textos escritos

La primera etapa de la transmisión del material que se incluye en los cuatro evangelios corresponde a la «tradición oral»: los apóstoles y demás discípulos de Jesús contaron a sus nuevos hermanos en la fe todo lo que podían recordar de su experiencia con su Señor y Salvador.
Muy pronto comenzaron a hacerse colecciones escritas de los dichos de Jesús.11 Quizá nos parezca que algunos dichos de nuestro Señor que encontramos en los evangelios canónicos están como «descolgados» de su contexto literario. Probablemente se deba ello a que hayan sido tomados de alguna de esas colecciones.
De los textos que han llegado hasta nosotros, y por los testimonios de escritores antiguos, sabemos, además, que los seguidores de Jesús y de sus apóstoles también hicieron, en fecha posterior, otras colecciones de libros sagrados. Textos favoritos de esas colecciones parecen haber sido los escritos de Pablo.12
Cuando los autores de los evangelios que son parte del NT se pusieron a redactar en forma final sus escritos,13 echaron mano del material que tenían a su disposición, e incluso buscaron más información por su propia cuenta. De ello da claro testimonio el propio Lucas, al comienzo de su evangelio.
Ahora bien, ni los cuatro evangelistas fueron los únicos que escribieron obras de ese género literario que llamamos «evangelio», ni Lucas fue el único que escribió un libro como el de Hechos, ni las epístolas del NT fueron las únicas epístolas cristianas que circularon en el mundo antiguo, ni nuestro Apocalipsis es el único libro cristiano de ese tipo que se escribió en la antigüedad.
¿Qué queremos decir con lo anterior?
Sencillamente que, dada la naturaleza del cristianismo, su expansión y la diversidad que había entre los cristianos de los primeros siglos (sin olvidar las desviaciones que se llamaban a sí mismas cristianas), fueron muchos los que se dedicaron a escribir «evangelios», «hechos», «epístolas» y «apocalipsis».14 Relativamente pronto, la Iglesia comenzó a discriminar entre unos y otros, aunque, en algunos casos, la discriminación no resultaba muy fácil.
Además, en la etapa inmediatamente posterior a los apóstoles hubo cristianos —entre los que se contaban algunos que con su sangre habían sellado la genuinidad de su testimonio y de su vida, como Ignacio, Obispo de Antioquía, o como Justino, de sobrenombre Mártir o el Filósofo— que escribieron obras muy importantes, ya sea para defensa de la fe o para la edificación de los cristianos. Algunas de esas obras resultaron ser sobremanera apreciadas por muchas comunidades cristianas, donde se leían con verdadera veneración y respeto. De entre ellas, unas, como la Primera epístola de Clemente de Roma a los corintios, la Carta de Bernabé, El Pastor, de Hermas, la Didajé y otras, llegaron a ser consideradas por muchos cristianos, y por las comunidades a las que ellos pertenecían, como obras canónicas y, por tanto, como escritos sagrados investidos de autoridad para la Iglesia.
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Notas y referencias
1 Sobre el tema de los textos sagrados y las religiones del mundo, consúltese el interesante estudio de Harold Coward, Sacred Word and Sacred Text (Maryknoll, N.Y.: Orbis Books, 1988). Algunos han señalado que por lo menos dieciocho religiones, desde la antigua religión egipcia a la Iglesia de los Mormones (comienzos del s. XIX), consideran determinados libros como «Sagrada escritura». Véase, a este respecto, Antonio M. Artola y José Manuel Sánchez Caro, Biblia y Palabra de Dios (Estella, Navarra: Editorial Verbo Divino, 1992), especialmente el capítulo 3 de la Parte segunda.
2 Hay que recordar que nuestro AT tiene también autonomía propia, en el sentido de que es valioso por sí mismo, aun cuando los cristianos veamos en el NT la plenitud de su significado. Por ello es saludable llamar a ese grupo de libros La Biblia hebrea, que es, además, una manera de reconocer que no somos ni los «dueños» ni los únicos depositarios de ese texto sagrado.
3 Remitimos al lector al capítulo sobre el canon del AT para ver el significado de la palabra «canon» y su uso cristiano. Véanse también los primeros párrafos del breve artículo de Samuel Pagán, «Formación del canon y del texto», (en Taller de ciencias de la Biblia [San José, Costa Rica: Sociedad Bíblica de Costa Rica, 1991], p. 21 y 22). Para información adicional, véase Philipp Vielhauer, Historia de la literatura cristiana primitiva. Traducción de Manuel Olasagasti, Antonio Piñero y Senén Vidal (Salamanca: Sígueme, 1991), cap. XI, sección 6
4 («El problema de la formación del canon»).4En los primeros párrafos del artículo sobre «El texto del NT», se describe brevemente parte del proceso de la formación del texto. Aquí añadimos unos pocos detalles complementarios que permitirán al lector ‘¡así al menos esperamos!’ percibir más claramente la íntima relación que existe entre la escritura y difusióndel texto sagrado y la formación del canon. En efecto, uno no se comprende bien sin la comprensión del otro.
5 Como estos textos, podrían mencionarse otros, incluso algunos en los que el tono que emplea el autor muestra su angustia y preocupación, o su enojo. Véanse, a modo de ejemplo, los siguientes: Gl 3.1–5; 4.11–20; Col 2.1, 4; 2 Ts 2.1-2. En este trabajo, cuando transcribimos textos bíblicos lo hacemos de la versión de Reina-Valera, revisión de 1960, excepto cuando se indique otra cosa.
6 El ejemplo más obvio es lo que podríamos llamar «género evangelio», característico del cristianismo, pues nació con él. Otro aspecto es el género epistolar: aunque había cartas en el AT (por ejemplo, en Esd 4.11b-16; 4.17b-22; 5.7–17; 7.12–26), puede decirse que en el NT se presenta como género literario específico, bien desarrollado ya en la época cuando este estaba siendo compuesto.
7 Al parecer fueron los gnósticos los primeros en tratar como «Escrituras» algunos de los escritos del NT.
8 Véase el artículo sobre las «Traducciones castellanas de la Biblia», y lo que allí decimos acerca de por qué se hicieron muy pronto traducciones del texto del NT.
9 Debe indicarse que en el propio NT tenemos unos pocos testimonios en los que, junto a dichos del AT (Dt 25.4), se ponen dichos de los evangelios (Lc 10.7). Tal es el caso de 1 Ti 5.18 Probablemente algo similar ocurra con la referencia que a los escritos de Pablo se hace en 2 P 3.15–16.
10 El desarrollo de la doctrina de la inspiración ha sido muy importante en la historia dela iglesia. Aquí no tratamos ese tema. Sí es bueno acentuar la distinción entre inspiración y autoridad. Y, en cuanto a esta última, también debe distinguirse entre la autoridad propia del texto y el hecho de que la comunidad cristiana inviste de autoridad, por su recepción y por su uso, a ese mismo texto. Esta distinción no implica la más mínima contradicción: la definición del primer aspecto corresponde a la teología; la del segundo es parte del desarrollo de las comunidades cristianas del primer siglo.
11 Los descubrimientos de Nag Hammadi (1945) pusieron a nuestra disposición una gran biblioteca de extraordinario valor. Ha habido mucha discusión acerca de la naturaleza de los textos allí encontrados y en la actualidad se están revisando algunas posiciones que se habían tomado, quizá, apresuradamente. Por ejemplo, hoy se considera que no todos los textos encontrados son gnósticos (por ejemplo, y obviamente, el del libro VI de La República, de Platón) y que, con mucha probabilidad, la comunidad a la que la biblioteca pertenecía tampoco era gnóstica. De todos modos, lo que interesa ahora destacar es que allí se encontró un evangelio, de tendencias gnósticas (según unos autores, aunque otros rechazan esta clasificación), que es una colección de dichos atribuidos a Jesús. Se trata del Evangelio de Tomás. Véase, sobre este tema, el excelente libro de James H. Charlesworth, Jesus within Judaism (N. Y.: Doubleday, 1988), especialmente el cap. 4: «Jesus, the Nag Hammadi Codices, and Josephus». En cuanto al Evangelio de Tomás, hay traducción castellana, por Manuel Alcalá: El evangelio copto de Tomás(Salamanca: Sígueme, 1989).
12 En la Primera carta a los corintios, de Clemente de Roma, en la Carta a los efesios, de Ignacio y en la Carta de Policarpo a los filipenses se mencionan las «cartas de Pablo». El texto neotestamentario de 2 P 3.15 indica otro tanto. (En la carta de Policarpo también se hace referencia a una colección de las cartas de Ignacio, obispo de Antioquía y mártir.)
13 Recordemos que ninguno de los cuatro evangelios da el nombre de su autor. La asignación a los cuatro «evangelistas» es unos cuantos años posterior a los mismos evangelios y corresponde a la tradición oral de la que tenemos testimonio escrito a partir del s. III.
14 Para mayor información sobre estos aspectos, véase la siguiente obra: Julio Trebolle Barrera, La Biblia judía y la Biblia cristiana. Introducción a la historia de la Biblia (Madrid: Editorial Trotta, 1993). En las páginas 258–263 se encuentra una lista de las obras canónicas y no canónicas (o apócrifas), organizadas por sus géneros (evangelios, hechos, etcétera), y seguida por una breve explicación de las segundas. Se añade, además, una lista de «interpolaciones cristianas», escritos de los Padres apostólicos y tratados doctrinales ymorales.Véanse también: M.G. Mara, «Apócrifos», en: Diccionario patrístico y de la antigüedad cristiana (Salamanca: Sígueme, 1991), 2 volúmenes; y A. Sánchez Otero, Los evangelios apócrifos (Madrid: B.A.C., 1956).
Además, en la etapa inmediatamente posterior a los apóstoles hubo cristianos —entre los que se contaban algunos que con su sangre habían sellado la genuinidad de su testimonio y de su vida, como Ignacio, Obispo de Antioquía, o como Justino, de sobrenombre Mártir o el Filósofo— que escribieron obras muy importantes, ya sea para defensa de la fe o para la edificación de los cristianos. Algunas de esas obras resultaron ser sobremanera apreciadas por muchas comunidades cristianas, donde se leían con verdadera veneración y respeto. De entre ellas, unas, como la Primera epístola de Clemente de Roma a los corintios, la Carta de Bernabé, El Pastor, de Hermas, la Didajé y otras, llegaron a ser consideradas por muchos cristianos, y por las comunidades a las que ellos pertenecían, como obras canónicas y, por tanto, como escritos sagrados investidos de autoridad para la Iglesia.
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