«SE VA MOISÉS, SE VA MOISÉS, SE VA PARA. . .
¡TIERRA SANTA!»
II
El líder y la oración
Introducción
Nadie hubiera dicho que Moisés no era un hombre de fe. Si alguien se atreviera a dudarlo, el autor de Hebreos lo habría traído a la realidad:
Moisés confió en Dios y, por eso, cuando ya fue hombre, no quiso seguir siendo hijo adoptivo de la hija del rey. No quiso disfrutar de lo que podía hacer y tener junto a ella, pues era pecado. Prefirió que los egipcios lo maltrataran, como lo hacían con el pueblo de Dios. En vez de disfrutar de las riquezas de Egipto, Moisés decidió que era mejor sufrir, como también iba a sufrir el Mesías, pues sabía que Dios le daría su premio. Moisés confió en Dios y, por eso no le tuvo miedo al rey ni se rindió nunca. Salió de Egipto, y actuó como si estuviera viendo a Dios, que es invisible. Moisés confió en Dios, y por eso celebró la Pascua. También mandó rociar con sangre las puertas de las casas israelitas. Así, el ángel enviado a matar no le hizo daño a ningún hijo mayor de las familias israelitas (Heb 11.24-28, TLA).
Ya Dios mismo había dicho de Moisés lo siguiente:
Óiganme bien. ¿Por qué se atreven a hablar mal de Moisés? Ustedes saben que cuando yo quiero decirles algo por medio de un profeta, le hablo a este por medio de visiones y de sueños. Pero con Moisés, que es el más fiel de todos mis servidores, hablo cara a cara. A él le digo las cosas claramente, y dejo que me vea (Nm 12.6-8, TLA).
Fe y confianza son conceptos relacionados íntimamente con la oración. La fe es el ingrediente insustituible de la oración. ¿No fue acaso Jesús quien lo reiteró?: Pidan a Dios, y él les dará. Hablen con Dios, y encontrarán lo que buscan. Llámenlo, y él los atenderá. Porque el que confía en Dios recibe lo que pide, encuentra lo que busca y, si llama, es atendido (Mt 7.7-8, TLA). Pero, ¿será verdad que la fe se demuestra al recibir de Dios todo lo que se le pide? Ya el autor de Santiago levanta la duda al decir: Ustedes no tienen, porque no se lo piden a Dios. Y cuando piden, lo hacen mal, porque lo único que quieren es satisfacer sus malos deseos (Stg 4.2-3, TLA). Permítanme esgrimir aquí la tesis que sustentará este artículo: «La fe en la oración se muestra cuando el orante se sintoniza con la voluntad de Dios y no con su propia voluntad».
Por lo tanto, no todo lo que se le pida a Dios —por más «sentimiento», «entusiasmo», «sinceridad» o «convicción» se tenga— tendrá una respuesta positiva. Convicción, sinceridad, sentimiento no son en este sentido manifestación de la fe. La fe o confianza en Dios se muestra cuando la voluntad humana y la divina se vuelven una, se fusionan. Sin embargo, lograr esa fusión no es algo automático ni fácil. La oración es un ejercicio que se aprende, y Moisés, ese hombre de fe del cual nos habla Hebreos tuvo que pasar por la «academia» de la oración.
Oración y voluntad humana
Primer acto:
Moisés no fue ajeno a la oración, y en este ensayo vamos a referirnos a algunas oraciones, en el orden que nos demuestra cómo Moisés tuvo que pasar por el largo y penoso proceso de aprender a orar.
Deuteronomio 3.23-28 (RVR-60) nos ofrece el texto de la primera oración que de forma expresa Moisés le hace a Dios en el libro de Deuteronomio:
Y oré a Jehová en aquel tiempo, diciendo: Señor Jehová, tú has comenzado a mostrar a tu siervo tu grandeza, y tu mano poderosa; porque ¿qué dios hay en el cielo ni en la tierra que haga obras y proezas como las tuyas? Pase yo, te ruego, y vea aquella tierra buena que está más allá del Jordán, aquel buen monte, y el Líbano. Pero Jehová se había enojado contra mí a causa de vosotros, por lo cual no me escuchó; y me dijo Jehová: Basta, no me hables más de este asunto. Sube a la cumbre del Pisga y alza tus ojos al oeste, y al norte, y al sur, y al este, y mira con tus propios ojos; porque no pasarás el Jordán. Y manda a Josué, y anímalo, y fortalécelo; porque él ha de pasar delante de este pueblo, y él les hará heredar la tierra que verás.
A pesar de ser esta una oración que canta y reconoce la grandeza y poder de Dios, no es una oración de alabanza, ni tiene como centro o foco a Dios ni su voluntad, sino a Moisés y su deseo o voluntad humana. Moisés sabía de antemano cuál era la voluntad de Dios respecto al tema de su petición. En el primer capítulo ya Dios había expresado claramente cuál era su voluntad: También contra mí se airó Jehová por vosotros, y me dijo: Tampoco tú entrarás allá (Dt 1.37). Y junto con la negativa, Dios le había señalado a Moisés cuál sería su tarea esencial: Josué hijo de Nun, el cual te sirve, él entrará allá; anímale, porque él la hará heredar a Israel (Dt 1.38). Como Moisés sabía cuál era el modo de pensar de Dios, empieza su oración de Deuteronomio 3 no con la petición, sino con la «alabanza». Moisés creyó que podía manipular la voluntad divina a través de la «adulación». ¡Qué sorpresa se llevó Moisés! No, a Dios no se le «tuerce el brazo» apelando al «ego divino», sino obedeciendo su mandato, sintonizándose con su voluntad.
La alabanza a Dios, así como la oración, también debe de ir acompañada del deseo vehemente de hacer la voluntad de Dios. Tiempo después, el profeta Isaías reconvendría al pueblo de Israel por mantener separadas a la alabanza de la voluntad divina: «Este pueblo dice que me ama, pero no me obedece; me rinde culto, pero no es sincero ni lo hace de corazón (Is 29.13, TLA).
En su queja al pueblo, Moisés claramente expresó que el enojo de Dios contra él no era culpa propia sino del pueblo (Dt 3.26). De nuevo aflora la voluntad humana: «¡No! ¡Yo no tengo la culpa! Son ustedes. ¡Ustedes tienen la culpa de que Dios no escuchara mi oración!».
La oración se completa con la respuesta divina: (1) «ya no me hables más de este tema»; (2) «contempla todo el territorio, porque no vas a pasar al otro lado del Jordán —te lo estoy repitiendo una vez más—»; (3) «anima a Josué, fortalécelo —te lo estoy repitiendo una vez más—». Lo que realmente Dios le dice a Moisés es lo siguiente: «Moisés, este no es el tipo de oración que quiero que me hagas; te doy estos tres puntos para que sepas qué debe quedar fuera de tu oración y qué debe ser incluido.
Segundo acto:
En mi constante lectura de la Biblia, siempre me había preguntado qué lugar ocupaba el Salmo 90 en las varias etapas de la vida de Moisés. Es decir, ¿en qué momento de su vida, Moisés le hizo esta oración a Dios? Cada día me convenzo más y más de que Moisés le oró a Dios el Salmo 90 después de la respuesta de Dios en Deuteronomio 3.26-28. Los versículos 3-11 del Salmo 90 reflejan una mezcla de frustración, confusión y dolor profundo en el corazón de Moisés. ¡Ah! ¡Sorpresas de sorpresas! ¡Cómo puede Dios pagarle a su siervo especial, Moisés, de esta manera! Si alguien podría acercarse a Dios y pedirle favores o tratos especiales, era Moisés. Mal ministro de Dios no era; credenciales, tenía; aceptación divina, ni lo había dudado. ¿Qué estaba pasando entonces? ¡No era fácil entender esta conducta de Dios! La respuesta de Dios tomó a Moisés fuera de base. Dice la oración de Moisés (Sal 90.3-11, DHH):
Haces que el hombre vuelva al polvo
cuando dices: “Vuelvan al polvo, seres humanos.”
En verdad, mil años, para ti,
son como el día de ayer, que pasó.
¡Son como unas cuantas horas de la noche!
Arrastras a los hombres con violencia,
cual si fueran solo un sueño;
son como la hierba, que brota y florece a la mañana,
pero a la tarde se marchita y muere.
En verdad, tu furor nos consume,
¡nos deja confundidos!
Nuestros pecados y maldades
quedan expuestos ante ti.
En verdad, toda nuestra vida
termina a causa de tu enojo;
nuestros años se van como un suspiro.
Setenta son los años que vivimos;
los más fuertes llegan hasta ochenta;
pero el orgullo de vivir tanto
solo trae molestias y trabajo.
¡Los años pronto pasan, lo mismo que nosotros!
¿Quién conoce la violencia de tu enojo?
¿Quién conoce tu furor?
Cuando Dios le respondió a Moisés: «¡Calla! ¡Ya no me hables más de este asunto!» (Dt 3.27), este le respondió a Dios con esta oración (Sal 90.3-11): «Señor, no te comprendo. La forma en que me tratas me deja confundido. Esperaba otra respuesta tuya, pero ahora entiendo que frente a ti, todo ser humano no puede esgrimir privilegio ni “pedigrí” ni credenciales, ni nada. Somos, simplemente, individuos enviados a la muerte, ¡a ser convertidos en polvo!».
La respuesta divina dejo desnudo a Moisés, desprovisto de todo cuanto este pudo mostrarle a Dios como argumento, razón o motivo para que Dios lo escuchara y le respondiera de acuerdo con su humana voluntad. La dura, pero importante, lección aprendida por Moisés fue: ante Dios todos somos iguales; nada de lo que hagamos nos pone bien ante él. Todos aparecemos desnudos y vulnerables ante Dios. Eso es exactamente lo que Moisés le repite a Dios en cada verso de la oración del Salmos 90.3-11. Puestos, logros, credenciales, nombres, apellidos, posiciones sociales, posesiones materiales… ¡Nada! ¡Absolutamente nada cuenta ante Dios si la voluntad humana no se vuelve una con la divina!
¡Moisés, no ores por ti, no te preocupes por ti! ¡Cambia la dirección de tus prioridades, quiero que dediques el resto de tus días a preparar a Josué, tu sucesor!
Oración y voluntad divina
Primer acto:
¡Gracias a Dios que el Salmo 90 no termina en el versículo 11! El versículo 12 es el corazón de esta oración, y muestra el cambio de 180 grados que dio Moisés en relación con la oración. Si los versículos 3-11 fueron catarsis o desahogo, el versículo 12 (TLA) viene a ser la primera muestra de que Moisés había aprendido la lección:
Enséñanos a pensar cómo vivir
para que nuestra mente
se llene de sabiduría.
La oración de Moisés ya no es «concédeme este deseo o sueño míos» o «¿por qué me tratas así, que no me lo merezco, después de haber hecho tanto por tu causa, por tu pueblo?», sino «que mi modo de pensar coincida con tú modo de pensar, con tu voluntad; ¡esa es la sabiduría que necesito!». El resto de la oración (Sal 90.13-16) cambia totalmente de «espíritu», de «acento». Lo primero que Moisés le pide a Dios es: «conviértete a nosotros», es decir, «¡no nos dejes solos, ven a residir permanentemente con nosotros! ¡Ya no nos dejes decidir solos, permite que tu presencia nos llene de tu luz, de tu gozo, de tu generosidad, de tu apoyo total!».
Segundo acto:
Ahora sí, Moisés había aprendido a entender cómo orar y qué pedirle a Dios. Ahora podría probar que estaba listo para graduarse en la escuela de la oración. No tuvo que esperar demasiado. En Deuteronomio 9.28—10.10 Moisés recibió la oportunidad de demostrar que la lección había sido bien aprendida. El pueblo de Israel había pecado, y a los oídos de Moisés retumban unas palabras provenientes de la boca de Dios muy difíciles de digerir: Me he dado cuenta de que este pueblo es muy terco. ¡Déjame destruirlo, para que nadie vuelva a recordarlo! Pero a ti, te pondré por jefe de un pueblo mucho más fuerte y grande (Dt 9.13-14, TLA). El contenido de esas palabras no eran nuevas para Moisés; ya lo había escuchado y repetido en oración: Conviertes al hombre en polvo cuando le dices: «Conviértanse en polvo seres humanos» (Sal 90.3). Sin embargo, ahora la cosa cambia; ya no es Moisés el sujeto de la cólera divina, sino el pueblo «terco». Moisés más bien aparece como el premiado. ¡Cuál sería la respuesta de cualquier pastor o líder de iglesia que, frustrado y agotado por la desobediencia, pasividad e ingratitud de su congregación, escucha las palabras que Dios le dijo a Moisés! «¡Ya no te preocupes más por esa iglesia, déjame destruirla, te voy a dar una mejor congregación, más cariñosa, más solidaria, más obediente, más agradecida!».
¡Vaya manera de ponerle a Moisés una «zancadilla»! Si Moisés en Deuteronomio 3.23-25 le puso una zancadilla a Dios, ¿por qué ahora Dios no podría ponérsela a Moisés? Después de todo, Moisés todavía estaba en la academia de la oración. Sin embargo, Moisés ahora había aprendido que no era su ego ni su bienestar, ni su ministerio lo prioritario, sino aquel pueblo a quien Dios le había dado por «rebaño». Moisés descubrió un nuevo tipo de oración, la de «intercesión»: Yo estuve en el monte Horeb cuarenta días y cuarenta noches, como la primera vez. Allí estuve orando a Dios para que no los destruyera, y él me escuchó, pues no los destruyó. Al contrario, me pidió que me preparara y los guiara a conquistar la tierra que él prometió dar a los antepasados de ustedes (Dt 10.10-11, TLA). Si en Deuteronomio 3.26 Moisés dijo «Dios no me escuchó», en este texto, las palabras son diferentes: «Dios me escuchó».
No le fue fácil a Moisés interceder por un pueblo terco y desobediente. Leamos lo que Moisés le dijo al pueblo, y cómo se dirigió a Dios en oración:
Yo bajé del monte con las dos tablas del pacto en mis manos. Cuando bajé, el monte ardía en llamas. Al llegar a donde ustedes estaban, vi cómo habían pecado contra Dios: se habían hecho un ídolo con forma de toro y lo estaban adorando. No les tomó mucho tiempo desobedecer a su Dios. Y fue tanto mi enojo que arrojé al suelo las dos tablas, y a la vista de todos se hicieron pedazos. Después tomé el ídolo que habían hecho, lo quemé y eché las cenizas al arroyo que bajaba del monte.
El pecado de ustedes me causó mucho dolor y tristeza, pues hizo enojar a Dios. Por eso me arrodillé delante de él, y durante cuarenta días y cuarenta noches no comí ni bebí nada. Dios estaba tan enojado con ustedes y con Aarón, que estaba decidido a destruirlos. Yo sentí tanto miedo que oré a Dios y le dije: “Dios mío, no destruyas al pueblo que sacaste de Egipto con tu gran poder. Es tu pueblo. Recuerda que Abraham, Isaac y Jacob siempre te fueron fieles y te obedecieron en todo. Olvídate de que este pueblo es terco; olvídate de su pecado y de su maldad. Si lo destruyes, los otros pueblos van a pensar que no pudiste llevarlo hasta la tierra que le prometiste. También van a pensar que tú no lo quieres, y que lo sacaste al desierto para destruirlo por completo. Esta gente es tu pueblo; es el pueblo que con tu gran poder sacaste de Egipto”.
Una vez más, Dios escuchó mi oración y los perdonó. Pero no fue esa la única ocasión en que ustedes lo hicieron enojar. También lo hicieron enojar en Taberá, en Masá y en Quibrot-hataavá. Además, cuando ustedes estaban en Cadés-barnea, Dios les ordenó que fueran a conquistar la tierra prometida, pero ustedes no creyeron en su promesa ni lo obedecieron. ¡Desde el día en que los conocí, ustedes han sido siempre tercos y desobedientes!
¡Cómo cambió el contenido de la oración de Moisés y su actitud ante Dios! Ya no es el Moisés altanero y demandante, sino el humilde («me postré delante de Dios»), preocupado por el otro no por sí mismo, solidario e intercesor. En esta oración, Moisés también habla de las hazañas y logros de Dios, pero ya no para moverlo a actuar en favor de sí mismo, sino para ayudar al otro, al pueblo.
Conclusión
Moisés, como todo pastor y líder, en el proceso de formarse como guía de un pueblo o comunidad, aprendió que para ser un buen servidor de Dios y de su pueblo necesitaba aprender a orar. De manera especial a colocar en su lugar correcto, en la oración, el momento de la alabanza y el momento de la petición. Comprendió que si algo iba a pedir para sí no era nada que lo beneficiara personalmente, sino algo que le serviría para realizar mejor la misión que Dios le había encomendado.
Eso explica por qué en este proceso pedagógico, Dios invitó a Moisés a moverse de la oración de «petición» a la de «intercesión». Una revisión detallada de las oraciones intercesoras en la Biblia descubre que este tipo de oración tiene por sujeto no al pueblo sino a su líder. Es decir, quien intercede por lo general es el líder. En el Antiguo Testamento, Abraham, Moisés y Jeremías nos sirven de modelo para aprender este tipo de oración. En el Nuevo Testamento, el modelo es sin lugar a dudas, Jesús. En la cruz del Calvario, la primera oración que Jesús expresó ante Dios fue: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen (Lc 23.34). En Jesucristo se ubican y llegan a su culminación todos esos modelos y también nuestras oraciones, y él nos marca la pauta de la misericordia divina llevada hasta las últimas consecuencias. Porque en Jesús, todo se coloca en la perspectiva correcta. El orden de las oraciones de Moisés —primero el yo (3.23-25) y después los otros (9.18-29)— con Jesús se invierte. En la cruz, Jesús se preocupó primero por los otros —los enemigos, el ladrón desconocido, su madre y su amigo— y finalmente por sí mismo — tengo sed. Jesús oró y lloró por Jerusalén (Mt 23.37-39; Lc 19.41), y sufrió y vivió en carne propia lo que significa interceder por otros: la muerte expiatoria en la cruz.
En Moisés y en Jesús, los pastores llegamos a aprender que para el amor y la misericordia no hay límites si de por medio está la vida de nuestros feligreses, de nuestra congregación, de nuestro pueblo. No hay trasgresión que pueda superar el anhelo de vida que Dios quiere ofrecer a los suyos, si estamos dispuestos a cargar sobre nosotros la culpa de ellos: Moisés no entró a la Tierra prometida; Jesús murió en la cruz, «fuera de la puerta», fuera de la Ciudad de Dios (He 13.12-13).
Edesio Sánchez Cetina