Introducción
Dios es nombrado en la Biblia de diversas maneras. Pueden reconocerse tres formas básicas:
- Una, la de indicarlo por su condición única de ser la única Deidad, y por lo tanto esta unicidad hace que alcance con decir Dios y ya queda nombrado. «Dios», como vocablo, sería un sustantivo genérico, pero que curiosamente tiene que nombrar al que es único.
- Una segunda manera es no ya mediante el sustantivo genérico «dios», sino mediante un nombre propio que sería parte de la revelación divina: Dios da a conocer su nombre a sus elegidos, para poder ser debidamente invocado.
- Una tercera forma es la apelación a metáforas; como es único e indescriptible, se apela a formas que apunten a aspectos que se quieren destacar de su condición divina: su eternidad, poder, sabiduría, etc. Estas metáforas pueden incluirse a veces en la misma forma genérica de nombrar a Dios (como por ejemplo, «Dios omnipresente») o pueden reemplazarlo con una forma de relación humana tomada en su expresión máxima: «el Señor», «el Padre».
Por Nestor O. Míguez
Las tres formas las encontramos en la Biblia. Esta diversidad ha planteado y sigue planteado diversas preguntas e inquietudes en los estudiosos de las Escrituras y también en los simples creyentes que quieren expresar su fe. ¿Tiene nombre Dios, o simplemente es Dios? ¿Tiene importancia reconocerlo con algún nombre propio, o sencillamente hay que reconocerlo como Dios, al ser el Único? ¿Acaso cualquier metáfora que se le aplique, en lugar de enaltecerlo, no limita nuestra percepción de su divinidad total? Estas preguntas tienen sus complicaciones y han traído arduas discusiones tanto en la fe de Israel como en el cristianismo.
La fe hebrea, y luego la fe cristiana, nacieron en tiempos y lugares donde las gentes creían en muchos dioses. La pregunta no era ¿Crees en Dios?, sino: ¿Qué dios es tu favorito?, o ¿Cuál es el dios de este lugar, o de este pueblo? O según la evolución de las confrontaciones, guerras y luchas entre pueblos o sectores, la pregunta era qué dios, diosa, o conjunto de dioses eran más poderosos. De manera que hacía a la necesidad religiosa poder identificar con un nombre a cada dios, a cada diosa, y saber de qué deidad se estaba hablando. También era parte de la vida saber acudir a la divinidad más adecuada en cada circunstancia, o a la más poderosa en caso de conflictos. Las luchas entre los pueblos también eran vistas como luchas entre sus dioses, y ciertamente se podía ver qué deidad resultaba ser más fuerte (y por lo tanto «mejor» dios, o diosa), según el resultado de las batallas.
En las Escrituras aparecen reflejos de esta situación en exclamaciones del tipo ¿Quién como tú, YHVH, entre los dioses? (Ex 15.11, etc.). La idea de la existencia de otros dioses todavía se encuentra reflejada en algunos textos del AT, a veces en forma poética, (1 S 4.8; Sal 82.1; Sal 95.3, etc.). Pero por encima de ello, se establece una nueva forma de creer y pensar a partir de la fe en un solo Dios, con la exclusión de los otros dioses, o mejor aún, la negación de la presencia de otro Dios aparte del único Creador. También en el NT se encuentran textos donde se debe confrontar con la concepción politeísta (p. ej., Hch 17. 22-24; 1 Co 10). En tanto haya una idea politeísta de fondo, poder ubicar el nombre propio de cada dios es una necesidad. A medida que el monoteísmo se impone, ya no aparece ser decisivo referirse a Dios con un nombre. Por eso el tema del nombre de Dios es más arduo en el AT que en el NT. Y dentro del AT, esto es especialmente notable en el Pentateuco y en los libros históricos que ubican a Israel en medio de otros pueblos.
Ciertamente, esto también se refleja en el reclamo profético ante la infidelidad de Israel. Pero esta fuerza en la fe monoteísta trae otras consecuencias, que la sensibilidad moderna a cuestiones relacionadas con el sexismo nos ha permitido percibir hoy. Y es que, por la cultura y modos del lenguaje de los tiempos bíblicos, las formas de nombrar a Dios quedaron vinculadas al género masculino. Al negar el politeísmo y la existencia de dioses y diosas, una imagen de corte más varonil se impuso. Hay un solo Dios, y si bien nunca se dice explícitamente, se le visualiza como masculino, a pesar de la prohibición de imágenes (el arte que representa a Dios con barba y rasgos varoniles es un ejemplo de esto).
El monoteísmo, sin embargo, no puede prescindir totalmente de las metáforas para nombrar a Dios. Las metáforas aparecen como decisivas cuando se quiere señalar la forma propia de nuestra manera de percibir a ese único Dios, distinto de otras concepciones. Cabe señalar, sin embargo, que si bien predominan las metáforas masculinas, hay algunas que también muestran a Dios con sus características femeninas: la identidad de Dios se refleja tanto en el varón como en la mujer, pues ambos son creados según su imagen (Gn 1.27).
Para indagar sobre el «nombre de Dios» y su importancia para interpretar los textos bíblicos, podemos aproximarnos desde un punto de vista histórico (cómo Israel primero, y la comunidad cristiana luego, conoce a su Dios, y cómo conoce su nombre), o bien desde un punto de vista textual (en qué forma, con qué palabras, qué textos nos hablan del nombre de Dios). En esta exposición comenzaremos con una aproximación histórica en el AT, luego nos volveremos a las consideraciones textuales que surgen del mismo, y finalmente trataremos el tema en el NT.
El nombre de Dios en la historia de Israel
Si bien Dios es mencionado desde el primer versículo de nuestra Biblia, no siempre aparece nombrado de la misma manera. La identificación más específica y la propia identidad de Dios aparecen destacadas con la formación del pueblo de Israel. Durante los primeros capítulos del Génesis no se menciona más que un Dios, si bien con palabras distintas. De hecho, hasta el capítulo 31 no aparece la idea de «dioses» en plural. Más adelante, cuando estudiemos los aspectos textuales del nombre de Dios, volveremos sobre los primeros capítulos del Génesis.
Para un desarrollo histórico conviene concentrarse a partir del capítulo 12. El pueblo hebreo surge, según la historia bíblica, a partir del llamado de Dios a Abram, quien deja la tierra de su pueblo originario para formar un pueblo nuevo y ocupar otra tierra, obedeciendo a la voz de su Dios (Gn 12.1-4). En el texto hebreo ya se menciona a Dios con el nombre del tetragrama YHVH.1 El texto nos dice que al llegar a Bet-el edificó un altar y ya allí invoca el nombre de YHVH (Gn 12.8).
Sin embargo, en Génesis 14, aparece la figura del «Dios altísimo» (El-‘elion, que es un nombre divino), también identificada como YHVH (v. 22). Aparece la idea que el mismo Dios es compartido por otros pueblos, y Abram reconoce el derecho de Melquisedec a recibir el diezmo como sacerdote de Dios (Gn 14.20). Luego, en el capítulo 17, Dios se identifica ante Abram como «Sadday», nombre que reaparecerá en otros textos del AT (véase más adelante el análisis textual). Estos textos son interesantes de destacar porque muestran nombres de Dios conocidos también en otros pueblos, aparte de Israel. Pero luego, ya celebrado el pacto, Abraham (cuyo nombre también ha cambiado) experimenta que Dios es distinto del dios que los otros conocen. A diferencia de los conceptos de la divinidad de otros pueblos de la región, Abraham comprende que Dios no le exige el sacrificio de su hijo (Gn 22.9-14 —la práctica de sacrificar mediante el fuego al primer hijo varón al dios del lugar parece haber sido frecuente en aquel tiempo—, cf. Lv 18:21; Lv 20:2-5, Jer 32: 35, etc.). El Dios de Abraham no es el dios de la exigencia homicida, sino el de la promesa que trae bendición.
Isaac recibe la visita del Señor en Beer-seba. Allí Dios se le aparece como el «Dios de tu padre Abraham» (Gn 26.24-25). El altar es construido para honrar a Dios con el nombre de YHVH. Más adelante, Jacob descubre que su Dios no es Dios de un solo paraje sino que su presencia lo acompaña en su peregrinar (Gn 28.15-16). De esta manera la idea de Dios se va diferenciando de los conceptos primitivos de los dioses de los sacrificios humanos, de los ciclos naturales, dioses vinculados con las estaciones, las lluvias, la fertilidad, o las deidades lugareñas (dioses o diosas del lugar, del «pago» —del latín pagus— y de allí dioses «paganos»). En el sueño en Bet-el, Dios se le presenta nuevamente recordando el nombre de Abraham y ahora también con la mención de su padre, Isaac (Gn 28.13). Con esta comprensión de Dios, y con estas variadas formas de nombrarlo, es que las incipientes tribus de Israel llegan a Egipto bajo la guía de Jacob y José. Como veremos, Dios mismo se identifica como el Dios de Abraham, Isaac y Jacob; es decir, un Dios que se relaciona con los patriarcas del pueblo de Israel. Es un Dios «con historia». Así comienza a configurarse la forma de invocar a Dios que el mismo Jesús usará para hablar del Dios de los vivos: el Dios de Abraham, Isaac y Jacob (Mt 22.32 y par.).
Pasado el tiempo y ahora esclavos en tierra extraña, Moisés y el pueblo cautivo en Egipto experimentarán a Dios como un Dios liberador. La iniciativa corresponde a Dios. Es Dios quien se presenta a Moisés para anunciarle que actuará movido por el dolor de su pueblo (Ex 3.7-10). Seguirá siendo un misterio histórico saber qué pasó con la fe, el concepto y el nombre de Dios en los siglos del cautiverio. Parece cierto que la identidad y el culto al Dios de Israel habían sido descuidados u olvidados en el Israel cautivo, al menos por la mayoría del pueblo. Es Moisés quien le pide a Dios que se «identifique» para convocar al pueblo. Dios le responde de dos maneras. Por un lado, hay una expresión (YHVH) que aparece como un nombre (véase más adelante). Por el otro, le dice que es el Dios de los antepasados, de Abraham, Isaac y Jacob y que será reconocido por ese nombre (Ex 3.13-15). Una segunda versión de esta conversación entre Moisés y Dios, en Éxodo 6.1-8, trae también a la memoria que los patriarcas conocían a Dios bajo el nombre de El Sadday, señalándolo como un nombre anterior que ahora será reemplazado por el nuevo nombre, YHVH. Sin embargo, como veremos, ambos nombres aparecen tanto antes como después de este diálogo.
A través de la gesta liberadora, en Egipto primero y en el desierto luego, el pueblo hebreo «re-conoce» al Dios que había convocado a sus padres, el Dios de la promesa. Sin embargo, Israel cae nuevamente en la confusión de no diferenciar este Dios de las otras representaciones de Dios en los otros pueblos. El episodio de la adoración del becerro de oro, en Éxodo 32, es un ejemplo de esa dificultad que se repetirá en varios momentos en el AT. Hay cierta confusión en el texto, ya que no se puede saber si el pueblo le pide a Aarón representar un Dios o varios dioses (vv. 1 y 23: en el idioma hebreo, Elohim es plural, pero se usa como singular para nombrar a Dios, y de allí las discrepancias e incoherencias en las traducciones). Una lectura cuidadosa demuestra que, al menos en la intención de Aarón, se quiere adorar a YHVH, el Dios que los sacó de Egipto (Ex 32.4-5, 8). El pecado del pueblo, más que adorar a otros dioses, parece ser que ha hecho un ídolo de Dios, y le celebra culto del mismo modo en que se celebraba a los dioses de Egipto. YHVH quiere mostrarse como un Dios diferente, que no actúa como los dioses de Egipto, ni se le adora de la misma manera. No es un Dios de un pueblo opresor, sino un Dios liberador. No se le alaba con una fiesta de ritos extáticos, sino cumpliendo su voluntad, que estará escrita en sus mandamientos.
En este episodio se da un hecho curioso. Ahora es Moisés el que invoca la memoria de Dios como el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, para disuadir a Dios de aniquilar al pueblo y mantener su promesa (vv. 13 y 14).
Así que el problema no es solo creer en Dios y reconocer el nombre de Dios, sino fundamentalmente, discernir quién es nuestro Dios, cuál es su voluntad, y la forma de invocarlo y representarlo. Esto hará la diferencia entre el Dios de Israel y las diversas concepciones de Dios o de los dioses en los otros pueblos y culturas. No es solo una diferencia de nombre o de manera de invocarlo. YHVH es un Dios liberador, que actúa en forma diferente a los dioses del poder opresor; es un Dios que no puede representarse con las imágenes con que los otros pueblos representan a su Dios; YHVH no quiere ser adorado con las formas de culto que las otras deidades y culturas tienen. Una Deidad cuyo mismo nombre no puede ser invocado sin riesgo, por lo que luego se evitará hasta pronunciarlo. Esto es lo que queda establecido en los primeros mandamientos que recibe Moisés (Ex 20.1-7).
Los profetas mostrarán otro aspecto: YHVH es un Dios que reclama justicia y puede favorecer a otros pueblos ante las injusticias del propio. Dios se permite elegir a sus enviados de entre otras naciones, porque es Señor de todas (véase, p. ej. Is 45.1-7). De allí que se plantee que hay un único Dios, Señor de todo. Es en la visión de los profetas que se expresan con claridad los problemas de la apostasía y la idolatría. La apostasía es apartarse de Dios, favorecer a otras deidades. Es producto del politeísmo (en el mundo antiguo el ateísmo era inconcebible). Allí el nombre de Dios juega un papel importante porque es la forma de nombrar a un Dios que es diferente de lo que pretenden las deidades de los otros pueblos.
Se podría decir, según los mismos testimonios bíblicos, que en Israel, al menos para la mayoría del pueblo común, lo que predominaba primero era el «henoteísmo». Esto significa que no se excluía totalmente la existencia de otros dioses, pero se adoraba a uno solo. De allí que a veces se abandona el culto de ese Dios y se cae en el culto de otros dioses. Por eso la importancia de identificar al único Dios de Israel y excluir la adoración de las otras deidades. Pero luego se hace más claro que las otras deidades no existen; no son ni buenas ni malas, benefactoras o destructivas, son pura fantasía. Hay un solo Dios: esto es lo que llamamos monoteísmo. Pero esto implica un paso teológico importante. Si hay un solo Dios, el Dios de este pueblo, es necesariamente también el Dios creador y Dios de todos los pueblos. Este concepto solo llegará a su madurez en el cristianismo, especialmente en la teología de Pablo. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurrirá con ciertas escuelas filosóficas griegas, a esta idea de la unidad de Dios no se llega por un proceso racional, sino por la experiencia de la cercanía del Dios, de su soberanía y amor, por su revelación.
Pero aun en el monoteísmo, nos dicen los profetas, puede haber idolatría. Si bien se reconoce un solo Dios, a ese único Dios se lo representa y adora falsamente en la idolatría, como puede haber sido el caso que vimos en Éxodo 32. El problema con la idolatría es que confunde a Dios con la representación de Dios (de allí la prohibición de las imágenes y la restricción al uso del nombre). Isaías escribe una sátira burlona sobre ello (Is 44.1-22). Ese texto muestra el fundamento del monoteísmo y ridiculiza la idolatría. Hay otros que también adoran a un solo Dios, pero es un Dios falso. Aun el supuesto culto a Dios y a su nombre YHVH puede ser idolatría. Ezequiel describe cómo la gloria de Dios abandona el templo (Ez 10) y luego Jerusalén (Ez 11.22-25). A partir de allí, la adoración que se brinda en esos lugares es vacía, porque Dios ya no está allí. El culto del templo es un culto vacío, solo se adora un espacio construido por los seres humanos, que ya no representa la gloria divina. Lo mismo ocurre cuando los que realizan sacrificios y oraciones dejan de obrar la justicia (Is 1.11-20). Por tanto, aunque se nombre al Dios de Israel, se ha vuelto idolatría. Esto lo expondrá Jesús en su diálogo con la samaritana (Jn 4.20-24). Ezequiel anuncia un Dios que está airado contra apóstatas e idólatras (Ez 13 y 14). Pero también descubre que es un Dios sensible y justo, que quiere la vida de los suyos y los invita al arrepentimiento (Ez 33.11). Esa comprensión de Dios es la que pasará al NT.
*****Busque la segunda parte de este artículo aquí: «El nombre De Dios — Parte 2»
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Notas y referencias
1Para la correcta pronunciación y significado del Tetragrámaton véase más adelante.