Julia Gonzaga, por Bartolomé de Piompo.
A Juan de Valdés, cuyo hermano, Alfonso, era secretario del emperador, se lo recuerda como el primer autor «luterano» en español, que fue el título que le adjudicaron sus enemigos, aunque es probable que el gran reformador alemán no lo hubiera aceptado, pues Valdés era un místico que combinada la tradición mística española con el humanismo de Erasmo.
Cuando la Inquisición española comenzó a sospechar de él, decidió escapar de España, a pesar del alto cargo de su hermano, y se fue a vivir a Nápoles, Italia. Aunque esa ciudad también estaba bajo el poder de Carlos V, la inquisición ahí no era tan poderosa como en España.
En Nápoles, Valdés comenzó una comunidad que no se había constituido en forma de verdadera iglesia, con sus ordenanzas y su pastor y, por lo tanto, no tenían un templo. Se reunían en la propia casa de Valdés o en el palacio de Julia Gonzaga, hermana del cardenal Ercole Gonzaga, duquesa viuda de Trajetto y condesa de Fondi, cuya singular belleza fue plasmada, entre otros, por el poeta Tasso, que le dedicó uno de sus más hermosos sonetos.
Se casó a los 14 años con Vespasiano Colonna, duque de Carpi, y quedó viuda a los 2 años de su matrimonio, y no vuelve a casarse; aunque funda en su palacio un centro de cultura. En la Historia de los Heterodoxos Españoles, Menéndez y Pelayo dice que se conservó fiel y dedicada a la caridad y a la devoción. Lo cierto es que toda esta situación prepararía el terreno para su encuentro con quien cambiaría su vida radicalmente.
Poco se dice sobre esta dama y su aporte para el avance del protestantismo italiano.

Se cuenta, incluso, que el pirata Barbarroja impactado por su belleza y por su personalidad, intentó secuestrarla para llevársela al sultán turco Solimán I, como un regalo para su harén. A raíz de esto, estuvo escondida durante un tiempo en las cercanas montañas de Ciociaria, hasta que el Papa envió un ejército a repeler a los piratas, y así restaurar la seguridad en el territorio.
Estas traumáticas experiencias fueron probablemente algunas de las razones por las que Julia se mudó a Nápoles aquel mismo año, instalándose finalmente en una casa privada en el convento de San Francisco.
Ludovico Ariosto en Orlando Furioso dijo de ella:
«A la incomparable Julia Gonzaga, que cuando asienta la planta o fija los serenos ojos, no solo le cede la primacía toda belleza, sino que también la admira, cual si fuere una diosa bajada del cielo».
Pero Julia, que además de hermosa era extremadamente inteligente, mantuvo en torno de ella un núcleo religioso e intelectual próximo al reformismo del teólogo español Juan de Valdés y al historiador Pedro Carnesecchi.
Entre los adeptos de Valdés se contaban unos cuantos miembros importantes de aquella sociedad napolitana, atormentados también con sus crisis religiosas. Entre ellos estaba, Isabel Briceño (1510-1567), esposa del gobernador de Parma y Piacenza, don García Manrique Hurtado de Mendoza de Lara. Isabel era hija de Cristóbal Briceño (Cristoforo Bresegna) y de Isabel de la Caprona; Victoria Colonna, que era la viuda de Fernando de Ávalos, marqués de Pescara, y Miguel Ángel Buonarroti. A ellos consagró Valdés sus últimos seis años traduciéndoles textos bíblicos y escribiéndoles consejos, tratados y «consideraciones piadosas».
Admirada y festejada, Julia perseveró en su búsqueda religiosa, y supo conservar sus amistades masculinas en un plano elevado, superando y espiritualizando las emociones que inevitablemente despertaba en los demás. En 1536, Juan de Valdés se convirtió en el consejero espiritual de Julia, y a ella le dedicó todas las obras que escribió en Nápoles (salvo las dos últimas, que quedaron inconclusas a su muerte). Menéndez y Pelayo se expresó de aquella relación diciendo que «Entonces tuvo la desgracia de encontrarse con nuestro paisano, que fue para ella a modo de un director espiritual, cuyos consejos siguió ciegamente».
Su búsqueda espiritual
iMientras conversaba un día con Valdés, Julia se centró en sus problemas más profundos. Se preguntaba por qué los mejores sermones llenaban su alma de tormento en lugar de paz.
¿Cómo podía examinar su corazón, como la mayoría de predicadores la animaban a hacer, sin hundirse en la desesperación ante la vista de sus pecados profundamente asentados y persistentes? ¿Y por qué seguían mortificándola estos sentimientos a pesar de sus fervientes devociones, su ayuno y la disciplina?
«Esta es una gran y cruel contradicción —explicaba—, tan aburrida y fastidiosa que con frecuencia me deshago en lágrimas, porque no sé qué hacer conmigo y no tengo a nadie de quien poder aprender».
A esta afligida joven, Valdés le ofreció un hombro sobre el que apoyarse. Pero fue más allá. Le dio una breve introducción teológica a la fe cristiana, aclarando algunas cuestiones que ella nunca había entendido en sus muchos años de fiel asistencia a la iglesia. Particularmente importante para sentirse en paz fue la distinción entre ley y evangelio.
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«La ley es importante como maestro —le explicó él— y nos muestra tanto nuestros deberes para con Dios como nuestro fracaso a la hora de llevarlos a cabo; nos dirige a Cristo». Le indicó, sin embargo, el peligro de predicar la ley sin el evangelio o confundir al evangelio con la ley. «La ley nos enseña lo que tenemos que hacer y el evangelio nos proporciona al espíritu que nos capacita para realizarlo. La ley lastima y el evangelio sana. La ley mortifica y el evangelio da vida», le explicó.
En 1535, Valdés escribió su Diálogo de la Lengua, que le ganaría renombre como filólogo español.
El año siguiente escribió su Alfabeto cristiano, en el que presentaba los rudimentos de la vida cristiana en respuesta a las inquietudes espirituales de Julia Gonzaga. Se trata de una guía práctica a la perfección cristiana.
Para Valdés, la perfección se manifiesta en los hechos concretos motivados por el amor.
Y está basada en una visión paulina de la gracia de Dios. Esta perfección está fundamentada en la justicia de Dios que justifica a los que confían en él.
Su énfasis es notablemente experimental y práctico. Los cristianos se dedican a la lectura bíblica, no para aumentar su conocimiento doctrinal, sino a fin de aprender a vivir. Tras su encuentro con Valdés, Julia se mudó a un convento de la segunda orden franciscana.
«Normalmente me siento tan insatisfecha conmigo misma y con todo lo que hay en este mundo —le comentó un día a Valdés—, y tan apática que si pudiera usted ver mi corazón, estoy segura de que sentiría compasión, por lo lleno de confusión, perplejidades e inquietudes que se encuentra».
Valdés no era un sacerdote ni un monje. Jamás había recibido una educación teológica formal. A pesar de ello, era vibrante y carismático y su influencia se extendió rápidamente por toda Italia, sobre todo en el sur. Sus seguidores, llamados spirituali, estaban unidos por un deseo de evitar la superficialidad simplista de la iglesia de su tiempo para tratar las cuestiones más profundas de la salvación y vivir una vida cristiana más intensa. Entre ellos estaban, al menos durante un tiempo, la poetisa Vittoria Colonna (la amiga más cercana de Miguel Ángel), Pier Paolo Vergerio, Peter Martyr Vermigli, el cardenal Reginald Pole, y Bernardino Ochino.
Valdés no tenía la claridad teológica de un Lutero o un Calvino.
Pero, para Julia, él seguía siendo una fuente de consuelo. Cuando, en 1537, tradujo una primera porción de los Salmos, desde el hebreo, le dedicó el libro a ella, sabiendo que su alma sensible sentiría gran aliento en las frecuentes luchas de David y su fe constante, y, especialmente, en el amor incondicional de Dios, un tema que Valdés enfatizó en esta colección.
En otras cartas y escritos, respondió a sus temores al rechazo de Dios, recordándole que, en Cristo, había sido adoptada como hija de Dios y que era necesario que se viera como tal y no como una «hija de Adán». «Por el sacrificio de Cristo, Dios te acepta como hija suya», le escribió.
Su muerte la libró de la persecución
El temor y la ansiedad seguían atenazando su alma. Si bien su salud era un problema y había perdido sus propiedades por una discusión de herencia, Julia siguió poniendo todo su corazón en la búsqueda espiritual que le preocupaba.
Luego de la muerte de Valdés, Julia se convirtió en quien continuaría con las reuniones y enseñanzas, supervisando la traducción y distribución de las obras de Valdés, la principal conservadora de sus enseñanzas, y trabajando duro para asegurarse de que hubiera buena comunicación entre los discípulos de Valdés que ahora ella guiaba. Gracias a sus influencias, Julia era informada inmediatamente de todo avance de la Inquisición que pusiera en peligro a sus hermanos y hermanas en la fe.
Marcantonio Flaminio, un reformador italiano, también recibió los beneficios de su influencia, pues lo animó a publicar un escrito de Benedetto da Mantova, «El beneficio de Cristo», que se convirtió en uno de los libros más importantes de la Reforma italiana. El libro presentaba el progreso de la salvación desde antes de la caída hasta la salvación solo por gracia por medio de la fe, tema que indudablemente reflejaba el corazón del movimiento reformista. Claro está, el libro fue perseguido por las autoridades romanas de aquella época y declarado prohibido.
Mientras tanto, la salud de Julia se fue deteriorando, y ya para sus treinta años decía: «Por la gracia de Dios he vivido tanto tiempo que me he hecho mayor». Julia murió en 1566 a la edad de cincuenta y tres años.
Durante la mayor parte de su vida, Julia se esforzó por mantener viva en Italia la esperanza de una Reforma según las Escrituras.
Julia Gonzaga, por Tiziano.
El aporte de Julia Gonzaga al movimiento reformador fue muy valioso. Esto se muestra en la siguiente cita de D’Agostino: «A su muerte (1541) [la de Valdés], continuó difundiendo sus ideas el círculo animado por Julia Gonzaga, condesa de Fondi, convencida de que el valdesianismo podría renovar desde el interior el catolicismo».