La adopción es el acto de gracia a través del cual Dios recibe como hijos a aquellos que reciben a Cristo, otorgándoles todos los derechos y privilegios de ser hijos. Pablo lo enseña con toda claridad en Efesios, cuando dice que Dios «nos hizo aceptos en el Amado» (Ef 1.6).
En las Escrituras, las palabras no tienen el mismo significado que tienen en el uso común de nuestro idioma. «Adopción», literalmente, significa «la ubicación de un hijo».
La regeneración es el cambio de nuestra naturaleza.
La justificación es el cambio de nuestra posición ante Dios.
La adopción es el cambio de nuestro rango y situación. Tiene que ver con nuestros privilegios como hijos. Cuando nos convertimos en hijos de Dios a través de recibir a Cristo, Dios ya no nos trata como siervos, ni como a niños que todavía están bajo sus tutores y autoridades, sino que «a todos los que recibieron la Palabra, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios» (Jn 1.12; véase también Gál 4.1-5).
Somos tratados como herederos, que tienen todos los derechos de recibir la herencia correspondiente a los hijos.
Los medios de la adopción
La parte del hombre para ser adoptado es la misma de la regeneración y la justificación, porque las tres —regeneración, justificación y adopción— son diferentes elementos de la gran obra de redención y reconciliación de Dios para con el hombre.
La parte del hombre es creer en Jesucristo y recibirlo con la mente, el corazón y todo su ser. Significa más que una aceptación intelectual de las verdades del evangelio. «Porque con el corazón se cree para alcanzar la justicia, pero con la boca se confiesa para alcanzar la salvación» (Rom 10.10). Recibir a Jesucristo involucra un acto definitivo de la voluntad, que nos lleva a ceder a su voluntad.
La parte de Dios en la adopción es clara. Nuestra respuesta a él, abre el camino para hacer lo que él desea. Envía al Espíritu de adopción al corazón de los que recibieron a Jesús: «Pues ustedes no han recibido un espíritu que los esclavice nuevamente al miedo, sino que han recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!» (Rom 8.15 – véase Gál 4.6).
El resultado de la adopción
Primero, el Espíritu de adopción nos libera de la esclavitud legal. Dios envió a su Hijo con el propósito de redimir esclavos bajo el azote de la ley, sabiendo que no podían hacer nada por sí mismos y sabiendo que sufrían el justo castigo de la ley. «Pero cuando se cumplió el tiempo señalado, Dios envió a su Hijo, que nació de una mujer y sujeto a la ley, para que redimiera a los que estaban sujetos a la ley, a fin de que recibiéramos la adopción de hijos» (Gál 4.4-5).
La adopción liberó nuestros cuellos del yugo que, al decir de Pedro, era «una carga que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar» (Hch 15.10).
Segundo, el Espíritu de adopción nos libera del temor, real o ficticio. Los hijos de Dios pueden tener miedo de su pasado, del presente, o del futuro; miedo del diablo; miedo de los hombres o de sí mismos. Tales miedos no son de Dios, «porque no nos ha dado Dios un espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio» (2 Ti 1.7). Esto es una apropiación de nuestros derechos de adopción que nos liberará del miedo, tal como leímos en Romanos 8.15.
Tercero, el Espíritu de adopción nos brinda seguridad de salvación: «El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (Rom 8.16).
Cuarto, el Espíritu de adopción nos lleva hacia la herencia, juntamente con su incalculable riqueza que pone a nuestra disposición. Somos los herederos de Dios y coherederos juntamente con Cristo (véanse Rom 8.17, 23; Ef 1.13-14).
En conclusión, la intención y resultado de la adopción es un cambio de estado, planificado desde la eternidad y hecho realidad por Jesucristo (Ef 1.5), de la esclavitud a la del hijo (Gál 4.1ss).