La Biblia como literatura — Parte 1

La Biblia como literatura — Parte 1

Desde los tiempos más remotos existen poemas y escritos en prosa que hoy calificamos de «obras literarias». Pero hasta finales del siglo XIX no se contaba con una palabra que abarcara todos esos textos. Los griegos empleaban términos que designaban géneros literarios específicos, como «epopeya», «tragedia», «comedia», «historia» o «biografía». Los antiguos hebreos hablaban de «proverbios», «alabanzas», «crónicas», «memorias» o «cantos», sin definir con mucha precisión el significado de esos términos. La tradición cristiana, por su parte, llamó «evangelios» a las obras que llevan los nombres de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Todos estos escritos, y muchísimos otros procedentes de distintas épocas,  reunían ya las características que hoy se atribuyen a las obras literarias, pero solo a partir de la fecha antes indicada se introdujo en el lenguaje corriente la palabra «literatura» para abarcar la totalidad de esa clase de escritos.

Por Armando J. Levoratti

Hoy nos hemos familiarizado con obras literarias pertenecientes a distintos géneros y podemos identificar los textos que suelen incluirse bajo el epígrafe de «literatura». Pero aún no se ha logrado responder de manera plenamente satisfactoria a la pregunta: «¿Qué es literatura?»

En una primera aproximación podría decirse que la literatura es «el arte de la palabra». Esta descripción puede valer como una primera aproximación, pero deja en suspenso numerosas cuestiones. No dice, por ejemplo, en qué difiere la poesía de la prosa, ni proporciona un criterio para distinguir la literatura del lenguaje corriente.

En épocas más o menos recientes los métodos de análisis literario han tenido un extraordinario desarrollo y han surgido nuevas escuelas y corrientes de investigación. Estos nuevos enfoques han hecho sentir su influencia en el campo de los estudios bíblicos, y hoy es frecuente encontrar acercamientos a los textos de la Escritura que se inspiran en los nuevos métodos.

Los autores de la Biblia han dejado muestras claras de su interés por la forma en que transmiten su mensaje. Esta conciencia de la importancia del cómo expresar y comunicar un mensaje es lo propio de la función literaria.

Con estas primeras aproximaciones, podemos introducirnos ahora en el tema que nos interesa: «La Biblia como literatura».

La Biblia como literatura — Parte 1

La competencia lingüística

Cuando una persona escucha una frase o una serie de frases, puede captar su significado porque lleva al acto de la comunicación lingüística un repertorio notable de conocimientos conscientes e inconscientes. La práctica del lenguaje en una determinada comunidad idiomática ha hecho que se deposite y exista virtualmente en su cerebro un sistema gramatical, y esa competencia lingüística lo habilita para emitir e interpretar un número potencialmente ilimitado de nuevas construcciones verbales.

Este simple hecho de experiencia muestra que el uso del lenguaje, incluso en la conversación más trivial, es un proceso de constante creación, cuya principal característica consiste en producir e interpretar nuevos enunciados en distintas circunstancias y con los fines más diversos.

Cuando alguien habla o escribe, algo nuevo acontece, en el contexto de varias realidades: la historia, el lenguaje, la cultura, el «autor». En consecuencia, no tiene sentido concebir al escritor o al hablante como el origen absoluto de su propio discurso.

Hablar es expresarse en una lengua, y toda lengua es un hecho social, un código compartido socialmente y una actividad gobernada por las reglas de una gramática.

Los grandes creadores —Dante, Cervantes, Shakespeare, Góngora, Dostoievski—erosionan con frecuencia los cánones lingüísticos e imprimen de ese modo en sus escritos el sello particular de su estilo. Pero, sobre todo, utilizan en el grado más alto las posibilidades expresivas del idioma.

La competencia literaria

Algo semejante es lo que sucede cuando leemos una obra literaria. La obra tiene su existencia propia, pero revela su sentido únicamente al lector que la lee desde una cierta perspectiva y que es capaz de actualizar, mediante la lectura, las virtualidades del objeto literario. Nadie llegará jamás a comprender y gustar un poema, ni siquiera el más sencillo, si desconoce por completo las convenciones del lenguaje poético. El conocimiento de la lengua capacitará al lector para comprender palabras y frases, pero la misteriosa concatenación de sonidos y significados que configuran el poema será para él poco menos que letra muerta. Para convertir la secuencia lingüística en estructuras y significados literarios es indispensable haber internalizado previamente una «gramática» de la literatura, de manera que sin esa competencia literaria resulta imposible leer una obra como literatura.Es un hecho indudable que resulta imposible acercarse a la obra poética sin un conocimiento previo de los factores que intervienen en la constitución del discurso literario.

El gusto por la literatura requiere un verdadero aprendizaje, y es bien sabido cuánto tiempo y esfuerzo hacen falta para aprender a leer textos poéticos. No basta con hablar un idioma para apreciar los textos literarios escritos en ese idioma.

La posesión del código lingüístico es solo el primer requisito para la lectura, porque el texto literario está constituido por una intersección de códigos distintos: pautas y convenciones culturales, cánones estéticos, recursos retóricos y estilísticos, procedimientos de composición. El texto, a su vez, es un «intertexto», un producto de otros textos con los que puede formar sistema o establecer una ruptura. Así, toda escritura, por innovadora que parezca, supone la memoria y la huella de otras, anteriores o contemporáneas.

Una obra literaria no es un objeto sobre el cual bastaría fijar la vista. La lectura comporta la exigencia de una entrega, y hasta una especie de complicidad: prometemos entregarnos a la acción del texto. La lectura comporta la exigencia de una entrega. Leer, en sentido estricto, es sumergirse en un mundo ajeno, a condición de haber abandonado el propio.

Ejercicio práctico

Lea con atención el siguiente pasaje. En él, la escritora argentina Victoria Ocampo señala un hecho que se impone sin más al observador atento. Examine en qué medida también usted podría incluirse en la clase de lectores que aquí se describe.

«Cuando yo veo los libros que se venden en las estaciones de los pueblos suburbanos y miro, en el tren que me lleva de San Isidro a Retiro y viceversa, la clase de lectura en que se engolfan los pasajeros… pienso que de veras quien ha aprendido a leer tiene mucho camino que recorrer antes de saber leer. Y que ese saber hay que enseñarlo, pues es tan importante como el otro. Tengo entendido que la lucha contra el analfabetismo tiene prioridad en la Unesco. Sur [la revista fundada por V.O.] ha dado prioridad a la lucha contra el otro analfabetismo, el de los que pueden leer y no saben leer».

(“La misión del intelectual”, conferencia dada en 1957 en la Asociación Pro Naciones Unidas Ana M. Berry).

La primordial importancia de la lectura

Antes de hablar de un poema o de una obra literaria es necesario leerlos, no como profesor o estudiante, sino como lector. Un hermoso libro no está destinado a terminar en el estante de una biblioteca, ni tampoco en una clase de lingüística, de filología o de teoría literaria. El paso primero e indispensable es la lectura, el contacto directo con el texto y la consiguiente reacción subjetiva de placer, sorpresa, disgusto o indiferencia frente al texto leído.

La Biblia como literatura – Parte 1

Tan esencial es esta primera etapa, que sería un error no detenerse en ella, o considerarla apresuradamente como un mero paso preliminar, que nos haga saltar enseguida a lo que importa realmente: el comentario, la interpretación o la explicación. Más importante que cualquier explicación, y que cualquier técnica de explicación, es el contacto con el texto mismo: un contacto inmediato y vital, que se da, por ejemplo, cuando abordamos un texto poético no como un hecho que requiere explicación, sino como poema.

El análisis del texto viene después, como una actividad perfectamente legítima. Pero esa actividad fallará en su objetivo si no se basa en una lectura atenta, receptiva, y si no llega a comprender el porqué del placer, del desagrado o de la indiferencia que la lectura ha producido en nosotros; es decir, del efecto que ha producido en nosotros y no del que debería producir según las reglas del juego retórico o crítico.

Aquí es preciso señalar un principio inamovible de toda teoría literaria: resulta imposible aislar el «sentido» de una obra de su expresión verbal. En la medida en que un texto es realmente literario y no meramente informativo, puede decirse que es su propio significado. El texto no tiene un sentido separable de su expresión literaria, que pueda ser enunciado de cualquier otra manera; la forma en que ha sido expresado en la obra es de hecho el «mensaje» o el «significado» de esa obra. El sentido de la obra poética está de tal manera unido a su estructura verbal, que cualquier intento de captarlo al margen o fuera de esa estructura está condenado al fracaso. El equívoco se encuentra tal vez en la palabra «sentido».

En el lenguaje no poético, la certeza de haber comprendido la idea coincide con la posibilidad de expresarla de distintas formas, hasta el punto de poder liberarla de toda formulación determinada. El primer carácter de la significación poética, en cambio, es por completo distinto. El sentido se encuentra indisociablemente unido al lenguaje que lo manifiesta, de manera que la poesía, para ser comprendida, reclama una afirmación total de la forma en que se expresa. El sentido del poema es inseparable de las palabras, acentos y ritmos; solo existe en ese conjunto y desaparece apenas se intenta separarlo de la forma que le ha dado el poeta.

De ahí la necesidad de reprimir el primer impulso de la razón discursiva, que pretende traducir los versos a una forma en apariencia más inteligible. El mensaje poético no puede comunicarse por un medio distinto del poema mismo.

En la vida cotidiana, el lenguaje es esencialmente un medio de comunicación. Su modo natural es la prosa,que no se somete a medidas ni a cadencias fijas. El verso, en cambio, tiene una forma de expresión artificiosa, exclusivamente literaria. Sus elementos están rigurosamente organizados según pautas de medida o extensión, y de ritmo o sonoridad. El ritmo poético es de naturaleza sonora y consiste principalmente en la organización regular de los acentos y las pausas en un determinado número de sílabas. De ahí que para apreciar la sonoridad de algunos versos particularmente rítmicos sea necesario recitarlos en voz alta.

Con frecuencia se confunde el versocon la poesía. Esta confusión se debe a que el verso es la forma más frecuente de expresión de la poesía. Pero el verso es solo una formade expresión literaria. La poesía, en cambio, implica la perfecta fusión de forma y contenido. Su significación no radica en una noción más o menos separable de las palabras, que posee al margen de ellas su propia inteligibilidad. El lenguaje deja de ser un puro medio y tiene existencia por sí mismo como conjunto de sonidos, cadencias, imágenes poéticas y valores semánticos. El lenguaje revela en la poesía su auténtica esencia.

Ejercicio práctico

Lea el capítulo 5 de Mateo en distintas versiones de la Biblia y compare las diversas formas de traducir los textos, según los destinatarios a los que está dirigida cada traducción.

  1. Preste atención, por ejemplo, a las distintas formas de lenguaje:
  2. lenguaje literario y castellano antiguo en la versión de Reina-Valera;
  3. lenguaje literario, preocupado por reproducir palabra por palabra los textos hebreos y griegos, en la Biblia de Jerusalén;
  4. lenguaje claro y simple de la versión popular «Dios habla hoy», que busca ser fiel al sentido de los textos, sin atarse a una traducción literal que sería poco comprensible para el lector;
  5. lenguaje de la «Traducción en Lenguaje Actual», que trata de comunicar el mensaje de la Escritura en una forma que sea accesible incluso a los niños.

La «precomprensión» del lector

La Biblia como literatura — Parte 1

Lejos de ser un mero recibir pasivamente el contenido de un texto, la lectura presupone una interacción dinámica entre el lector y la obra leída. El lector se acerca al texto con expectativas más o menos precisas y aporta ciertamente un mundo personal de experiencias y de actitudes concretas, que condicionan la lectura y desempeñan un papel determinante en la comprensión del sentido.

La referencia a esta «precomprensión» —que es el presupuesto de toda lectura— no sobredimensiona el papel del lector ni lo condena a quedar encerrado en su propia subjetividad. Al contrario: el grado de competencia adquirida en la práctica de la lectura no obstruye el acceso al texto, sino que lo hace posible, lo facilita y enriquece, como el dominio del idioma común posibilita la comunicación entre las personas que participan en un mismo diálogo.

Es preciso reconocer, asimismo, que hay buenos y malos lectores. Esta cualificación no depende exclusivamente de la competencia adquirida en la práctica de la lectura, sino también, y mucho más, de otros factores: el talento personal, las experiencias vividas, la educación recibida, y todo aquello que tiene que ver con el cultivo y la formación de la personalidad.

Esta presencia ineludible de una cierta «precomprensión» plantea varias preguntas que no tienen una respuesta fácil. ¿Cuál es el límite entre la subjetividad del lector y la objetividad de lo leído? ¿Existe tal objetividad o la lectura supone siempre un acto de invención? De todas maneras, lo cierto es que cada lectura construye el texto de un modo distinto y que cada lector suele depositar en él casi tanto como lo que recibe.

Ejercicio práctico

En el caso específico de la lectura se verifica una vez más esa peculiaridad que pertenece a la esencia misma de la vida humana y que Julián Marías caracteriza de la manera siguiente: «La vida humana se organiza siempre desde un supuesto determinado, desde una expectativa, y esto significa en una dirección que le da “argumento”. Las cosas de la vida van viniendo, nos salen al encuentro y son acogidas y recibidas por nosotros dentro de una orientación vital sumamente precisa. Por eso las cosas tienen un sesgo» (Antropología metafísica, Madrid: Revista de Occidente, 1970, p. 113).

Sin duda usted ama especialmente determinados textos de la Biblia. Recuerde algunos de esos textos y explique el porqué de ese amor o predilección.

Cada vez que lea la Biblia pregúntese con qué actitud se acerca a los textos y qué expectativas, deseos o preocupaciones determinan o motivan la lectura.

Busque la segunda parte de este artículo aquí: «La Biblia como literatura-Parte 2» 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio