Las familias viven y se desarrollan en un contexto social y temporal determinado. En la actualidad, ese contexto presenta características singulares y contradictorias, que influyen en la vida familiar. Es mi deseo, que estas breves reflexiones sobre la Biblia en la familia estimulen a otros a continuar y perfeccionar estos pensamientos y de esta manera hacer que la Biblia signifique para la vida individual, familiar y de la sociedad actual no un libro más sino el horizonte y la guía indispensable para una vida más plena que dé honra a Dios, nuestro Padre, Creador del maravilloso continente llamado «familia».
Por Marcelo Figueroa
Segunda parte del artículo «La Biblia en la familia». Para leer la primera parte, haz clic aquí.
II Del individualismo a la unificación

De la mano del relativismo se transita hacia el individualismo y el hedonismo, donde la búsqueda de la felicidad se constituye en el motor único de la existencia. Esta felicidad consiste en la satisfacción inmediata de los deseos y apetitos más urgentes, los que paradójicamente se tornan en absolutos autoritarios. Los conceptos de libertad individual se reducen en la práctica al sometimiento a esos impulsos sin un fin relevante desde el punto de vista ético, moral o espiritual.
La familia actual, afectada por estos conceptos individualistas y egoístas, debe buscar en la Biblia los valores más sublimes del amor y la verdadera libertad.
En los Evangelios, Jesucristo enseña que la libertad viene del conocimiento de la verdad revelada en las Sagradas Escrituras, las cuales a su vez dan testimonio de él (Jn 5.39), quien a su vez encarna la Verdad (Jn 14.6). También el apóstol Pablo nos habla de la responsabilidad que tiene cada cristiano de no buscar su propio bien sino el del otro. (1 Co 10.24)
El abandonar los conceptos fundamentales de la vida familiar en manos del análisis subjetivo de cada integrante lleva en muchos casos al vaciamiento de la familia como una entidad.
En algunos casos, hasta la maternidad es considerada solamente como una experiencia de autorrealización individual, que no necesita de la formación de una familia. De esta manera, se puede considerar al hombre como mero semental al servicio de este concepto egoísta de maternidad. Por otro lado, hoy una mujer podría decidir ser madre a partir de un «padre» conocido o desconocido, vivo o muerto y hasta elegir los rasgos raciales del hijo que sean de su agrado.
Familias «a medida»
En un mundo dominado por el consumismo y sus principios de marketing y de satisfacción del cliente, no resulta extraño pensar en este atroz concepto de niño a medida y «familia» monoparental. Como lo expresa Lipovetsky: «No asistimos al resurgimiento del orden familiar sino a su disolución posmoralista, no es el deber de procrear y de casarse el que nos caracteriza… La procreación artificial hace estallar las normas estables del orden familiarista.»[1]
En el contexto individualista que estamos considerando, el narcisismo y el culto a la imagen son consecuencias de anteponer el «parecer» al «ser».
Uno de los aspectos que resulta más patético en la parábola de los edificadores que considerábamos al principio es que exteriormente, las dos casas parecían idénticas, pero en lo fundamental y profundo sus diferencias eran dramáticas. Mientras en un caso se puso el empeño y el esfuerzo en sustentarla en bases sólidas, en el otro se buscó el camino fácil de la apariencia, creyendo que los fundamentos eran un aspecto intrascendente de la existencia, mientras lo aparente era la meta última. Este aspecto de la parábola describe muy bien el pensamiento actual.
Los integrantes de una familia se ven muchas veces invadidos por esta exaltación de la apariencia y la imagen que proclama la sociedad actual. Esta superficialidad socava a la familia reflejándose, muchas veces en los adolescentes, en crisis de identidad y aceptación que pueden llegar hasta la bulimia o anorexia. Ante esto, los padres de familia cristianos deben dar un marco de contención que ofrezca a sus hijos principios de aceptación basados en el amor incondicional inspirado en la persona de Dios. Frente a estas enormes presiones de modelos estándares, la familia debe esforzarse en guardar su identidad particular. Más aún, ante estas tendencias masificadoras, debe promover en cada integrante el desarrollo de una identidad propia, resaltando el enriquecedor efecto de la diversidad que encuentra sus raíces en un Dios creador y amoroso.
Familias que aparentan
El mundo globalizado en que vivimos, ejerce una nueva forma de presión a sus habitantes al imponer sin fronteras un único modelo exitoso de apariencia e imagen. Esta imposición afecta a todos los integrantes de las familias, aún a los más pequeños que van creando una imagen de aceptación estética a través de muñecas desproporcionalmente estilizadas o esculturales superhéroes. Aun en países culturalmente diferentes a los occidentales, como los asiáticos, gran cantidad de jóvenes cambian sus hábitos musicales, comida, vestido y hasta apariencia física con operaciones quirúrgicas para parecerse a los modelos publicitarios norteamericanos y europeos.
En la Biblia vemos cómo reconocían a Jesús, incluso sus detractores como quien no se basa en las apariencias y la imagen exterior de las personas: Maestro, sabemos que eres amante de la verdad y que enseñas con verdad el camino de Dios, y no te cuidas de nadie, porque no miras la apariencia de los hombres (Mt 22.16, RVR-95).Nosotros debemos imitar al Maestro en esa actitud valorativa hacia otros. También haríamos bien en cuidarnos de no caer en el error de los fariseos de este relato, que aun conociendo esto, intentaron ante el mismo Señor Jesucristo aparentar, y fracasaron rotundamente (Mt 22.18).

Cada integrante de la familia debe encontrar en su seno el ambiente de aceptación y amor para desarrollar su personalidad con autenticidad. En la riqueza de la diversidad de caracteres, debe hallar un lugar para vivir en armonía con todos y en comunión con Dios. En la Biblia, este concepto es frecuente, como cuando se compara la iglesia a un cuerpo donde todos sus miembros son importantes, porque se necesitan mutuamente. (1 Co 12.14-26).
En un mundo individualista el tener pasa a ser un absoluto indiscutible que sobrepasa al ser. El poder demoníaco de las riquezas (Mamón) se extiende a través de la sociedad capitalista neoliberal disfrazándose una vez más de ángel de luz o de ángel de felicidad.
Los medios de publicidad globalizados constituyen el vehículo ideal para la extensión de este antievangelio materialista, «hasta lo último de la tierra». Muchas familias se desesperan y se endeudan para adquirir cosas inútiles, que han interpretado como urgencias existenciales por la influencia de la publicidad. Esta explota hasta la obscenidad esta locura, que dice que para ser feliz solo debe obtenerse tal o cual artículo, desde un suntuoso auto deportivo a un superfluo cosmético.
La Palabra de Dios enseña que la felicidad del hombre no se encuentra en los bienes que posee (Lc 12.15) y que ese amor al dinero que estimula no es otra cosa que el principio de todos los males, que hace tambalear la fe y produce efectos dolorosos (1 Ti 6.10). La avaricia, según la Biblia, es idolatría (Col 3.5), y Jesús llama a los suyos a una decisión moral definitiva: Dios o Mamón, pues es imposible servir a ambos (Mt 6.24).
Hay costumbres familiares concretas con que podemos enfrentar el materialismo, desde un punto de vista cristiano. Estas costumbres llevan a la familia a una vida de fe genuina en Dios (Heb 13.5). En mi familia, por ejemplo, disfrutamos con mi esposa el tiempo de ordenar la ropa al cambiar la temporada. En ese momento, identificamos las prendas que no hemos utilizado frecuentemente, las cuales separamos para donar a quienes las necesiten. Realizar esta experiencia selectiva junto con nuestros hijos nos ayudó a transmitirles esos valores, quienes rápidamente quisieron imitar la experiencia con sus juguetes.
Hay claros ejemplos bíblicos de desprendimiento y solidaridad, especialmente en la vida de los primeros cristianos narrada en el libro de los Hechos. En estos textos encontramos a las familias reunidas en sus casas, y en una actitud de alegría y sencillez atender las necesidades de cada uno ofreciendo sus bienes materiales al servicio de los otros (Hch 2.43-47; 4.32-37). Sin embargo, en contraste con el ejemplo piadoso de Bernabé, encontramos el de Ananías y Safira: lo que hacen tiene por meta la vanagloria y el engaño (Hch 5.1-11). Esta familia equivoca el camino, y utiliza una mentira para transformar un acto de amor sublime en una acción digna de las más graves consecuencias para sus vidas. En pasajes como estos, la Biblia nos enseña que la motivación y el amor genuino en la piedad familiar son más importantes que el hecho mismo que se hace en forma visible. Pablo también resalta este concepto en su primera carta a la iglesia de Corinto, cuando enfatiza que aunque en la práctica se den todos los bienes a los necesitados, si el amor está ausente, el acto resulta inservible. (1 Co 13.3).
También el apóstol Pablo llama la atención sobre reuniones en casa de familia donde se desvirtuaba la dignidad de la Cena del Señor (1 Co 11.17-34). ¿Por qué sucedía esto? Una de las causas fundamentales era que algunas familias más ricas se adelantaban para comer lo que habían llevado para el ágape comunitario, discriminando de esa manera a las familias más pobres. La familia se reunía alrededor del evangelio de Cristo, pero la piedad cristiana quedaba marginada al momento de satisfacer el apetito personal.
Es también importante que se inculquen en la familia valores de responsabilidad comunitaria hacia afuera. Pero es igualmente importante que estos principios se vivan dentro de su propio techo y de manera solidaria entre sus integrantes. Esto significa, por ejemplo, que las distintas tareas de la vida familiar puedan ser compartidas y llevadas adelante con el fin de afianzar los sentidos de pertenencia responsable. El uso del dinero debe tener también un criterio solidario. Debe contribuir al crecimiento de todo el grupo, y no ser usado de una manera egoísta o basado en principios de poder y dominación.
La solidaridad familiar toma una dimensión importantísima en momentos de enfermedad, dolor o dificultad de uno de sus integrantes. En la búsqueda de la solidaridad familiar real que enfrente a una sociedad insensible, Giorgio Campanini expresa: «En el seno de la familia, el dolor y el sufrimiento no pueden ser a la larga negados, porque están encarnados en personas vivas; allí los discursos abstractos sobre la humanidad se hacen encuentros concretísimos con el otro… De aquí pueden surgir, para incorporarse en lo externo, nuevas energías espirituales y morales que hagan un mundo más humano».[2]
Entre los relatos bíblicos, la tragedia de Job es el ejemplo indispensable al considerar el sufrimiento privado y familiar. Incontables generaciones encontraron en sus páginas la fortaleza, el consuelo y la dirección para enfrentar situaciones difíciles de prueba y enfermedad. La mujer de Job es considerada como el ejemplo paradigmático de la insensibilidad familiar. Sin embargo, quisiera, en breves líneas, ir en un rescate misericordioso de esta mujer. Ella sufrió, como Job, enormes perjuicios económicos y dolorosas pérdidas familiares y, como si fuera poco, veía a su esposo sufriendo enormemente. Si criticamos a los amigos de Job porque teorizaron sobre el dolor ajeno sin comprometerse, creo que haríamos muy bien en no hacer lo mismo con la esposa de Job a quien, a diferencia de los otros, Dios no censura.
Para que la familia encuentre vías de consuelo y fortaleza en situaciones de dolor, es necesaria una lectura bíblica completa y cuidadosa, que nos ilumine para ver la realidad de dolor en una dimensión completa y realista de cada uno de los integrantes del grupo familiar. Ante el dolor, no caben los argumentos ni las teorías de responsabilidad. La identificación bíblica, en esos momentos, debe ser tan intensa como para llevarnos a mezclar con nuestras lágrimas el llanto del otro (Ro 12.5).