Después de que Dios terminara su creación y pusiera a Adán en el jardín del Edén, le dijo: «No debes comer del árbol del conocimiento del bien y del mal porque el día que comas de él ciertamente morirás» (Gn 2.17).
Realmente no podemos saber todo lo que Adán tenía en su mente después de haber pecado y escuchar la voz de Dios que le preguntaba: «¿Dónde andas?» (Gn 3.9). Pero hay algo que sí sabemos, y es que tuvo miedo, pues respondió: «Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo» (Gn 3.10). Adán había comido del árbol que Dios le había dicho que no lo hiciera, y tuvo miedo. Había desobedecido a Dios y las consecuencias no tardarían en llegar. Adán sabía que su juicio llegaría con toda seguridad, y tuvo miedo.
Por la historia bíblica, sabemos que aquel día Adán no murió físicamente, pero algo terrible había sucedido. Tanto para Adán y Eva como para la creación y para todos los hombres y mujeres después de ellos.
Misericordiosamente, aunque Dios aplicó la justicia terrenal aquel día, Adán no moriría físicamente de forma inmediata, pero quedó pendiente un juicio final, sobre la humanidad y la creación toda, que llegaría irremediablemente de acuerdo a los tiempos y propósitos de Dios. Si bien agradecemos la misericordia de Dios para con Adán y toda la humanidad después de él, hay una lección que a partir de aquel día aprenderíamos todos nosotros: no todo pecado tendrá su justo pago de forma inmediata. Muchas veces, tendremos que esperar. La sentencia fue fijada, pero el tiempo estará en las manos y los propósitos de Dios. Y eso, no siempre nos satisface. Cuando somos víctimas de alguna injusticia o maldad, queremos ver que el que ocasionó eso reciba su castigo inmediatamente. ¡Que el culpable pague lo que nos hizo! ¡Y que lo haga ya! Esto se debe a que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, y sabemos que el mal debe ser juzgado y el bien, recompensado. Es un principio elemental de justicia.
Pero a partir de lo que sucedió en Edén, comenzamos a aprender qué significa la gracia y la misericordia de Dios. Inmediatamente después de la caída, Dios dice: «Pondré enemistad entre la mujer y tú, y entre su descendencia y tu descendencia; ella te herirá en la cabeza, y tú la herirás en el talón» (Gn 3.15). Dios promete un Salvador, que vendría a poner orden en todo, siempre de acuerdo a los tiempos y propósitos divinos. Dios, cuando llegó el momento oportuno (Gál 4.4), envió a su Hijo hecho hombre: a Jesucristo, el segundo Adán.
Sin embargo, a pesar de la gracia de Dios mostrada en Cristo, seguimos clamando por una pronta venganza sobre aquellos que nos hacen mal. ¿Por qué? Porque dentro de nosotros hay un sentido de justicia que demanda que los que hacen mal paguen sus maldades. Claro que, por lo general, nos referimos a los otros, no a nosotros mismos. Como diría Jean Paul Sartre: «El infierno son los otros».
Muchas veces, hemos escuchado de los escépticos que, si Dios existiera, debería haber justicia en el mundo. O en palabras de Epicuro (300 años antes de Cristo), que decía algo así: «¿Es que Dios quiere prevenir el mal, pero no es capaz? Entonces no es omnipotente. ¿Es capaz, pero no desea hacerlo? Entonces es malévolo. ¿Es capaz y desea hacerlo? ¿De dónde surge entonces el mal? ¿Es que no es capaz ni desea hacerlo? ¿Entonces por qué llamarlo Dios?». ¿Por qué Epicuro decía esto? Por lo mismo que Asaf, siglos antes de Epicuro, le decía a Dios: «Dios nuestro, ¿hasta cuándo nos afrentará el enemigo? ¿Hasta cuándo el enemigo ofenderá tu nombre? ¿Por qué te quedas de brazos cruzados?» (Salmos 74.10-11). ¡Señor, haz algo!, podríamos resumir el clamor de Asaf.
Queremos ver la justicia aplicada de forma inmediata. Incluso, muchos siglos antes de Asaf, Job decía: «¿Por qué prosperan los malvados? … Ningún mal amenaza sus mansiones, porque Dios no les envía ningún mal. Pasan la vida en gran prosperidad… al malvado no le afecta que Dios se enoje, pues llegado el castigo siempre sale bien librado» (Job 21.7, 9, 13, 30). ¡Cuánto nos identificamos con sus palabras!
Debido a que el día de juicio final fue programado para más adelante, la injusticia a menudo prospera. En el libro de los Salmos escuchamos a los salmistas que vez tras vez claman porque Dios destruya a los enemigos, y aunque Dios a veces actúa de manera inmediata, muchas otras veces no lo hace. La mayoría de las veces.
Sin embargo, Dios comenzó a poner las cosas en orden en el Calvario. Horas antes de su crucifixión, el mismo Señor Jesús dice: «Ahora es el juicio del mundo; ahora será expulsado el príncipe de este mundo» (Jn 12.31). De todas las injusticias, la mayor y por mucho tuvo lugar en la cruz, donde el Cordero de Dios tomó nuestro lugar y su justicia nos fue concedida por gracia, mientras que nuestras iniquidades le fueron imputadas a él. Para Jesús no fue una sorpresa, pues horas antes de su crucifixión, sabiendo lo que se le venía, «lleno de angustia, oraba con más intensidad. Y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra» (Lc 22.44). Aquel día, la cruz de Cristo era el cumplimiento de la promesa que Dios le había hecho a Adán inmediatamente después de su pecado (Gn 3.15).
Pero aquella gran injusticia de la cruz —la mayor ocurrida en toda la historia de la humanidad— hizo posible nuestra salvación. Lo que merecíamos se demoró —Dios lo demoró— y pudimos acercarnos a Dios a través de Cristo, quien recibió inmerecidamente todo el peso de nuestro pecado. El apóstol Pedro dice: «El Señor no se tarda para cumplir su promesa, como algunos piensan, sino que nos tiene paciencia y no quiere que ninguno se pierda, sino que todos vuelvan a él» (2 Pedro 3.9). El Señor tiene paciencia, dice Pedro, pero su justicia llegará. Dios pondrá las cosas en su lugar cuando llegue el momento prefijado. Por ahora, la injusticia parece invadir nuestra realidad toda, y muchas cosas «quedan sin castigo», pero llegará. Llegará. Sin embargo, en nuestra finitud, seguimos preguntando: ¡hasta cuándo, Señor?
Si bien Dios demora su respuesta a las injusticias de este mundo, un día, él aplicará su justicia a cada ser humano de toda la humanidad. Aquel día el Señor «pondrá a las ovejas a su derecha, y a los cabritos a su izquierda, y entonces el Rey dirá a los de su derecha: “Vengan, benditos de mi Padre, y hereden el reino preparado para ustedes desde la fundación del mundo… Entonces dirá también a los de su izquierda: “¡Apártense de mí, malditos! ¡Vayan al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles!” (Mateo 25.33-34, 41).
El croata Miroslav Volf, testigo y víctima de la violencia en los Balcanes, en su libro Inclusion and Embrace, dice que muchos de sus conocidos vivieron por años en un ciclo de violencia y represalia: «Nos hicieron esto… nosotros les haremos esto otro». «Nos hicieron aquello… nosotros les haremos aquello otro» y así sucesivamente. Pero él dice que el ciclo de represalia no es alimentado por creer en un Dios de juicio, sino por no creer en un Dios de juicio. Y él dice: «Si Dios no representara ira y juicio, no sería un Dios digno de ser adorado. El único medio de evitar todo tipo de venganza personal es insistir que el juicio solo es legítimo cuando viene de Dios». La creencia en un Dios que eventualmente hará justicia y vengará a sus hijos puede ser impopular para muchos, pero la realidad es que la no violencia de los humanos viene de la creencia en un Dios que juzga.
Volf continúa: «Si uno ve a alguien cuya casa fue quemada y su familia violada y asesinada, ¿cómo podríamos evitar que esa persona tome un arma y sea engullida por el ciclo eterno de violencia y represalia? ¿Qué podríamos decirle: “La violencia no resuelve nada”? Esa respuesta no solo no tocará su corazón, sino que no muestra ninguna preocupación por la justicia».
El único recurso que Volf conoce, que es suficientemente poderoso para pacificar los deseos de venganza del corazón humano y, al mismo tiempo, evitar ser engullidos por el ciclo de violencia y represalia, es decir: «Hay un Dios y él pondrá todas las cosas en su lugar». Si pensamos que no creer en un Dios de juicio evitará que la gente entre en ese ciclo de violencia y muerte, estamos equivocados. Si no creemos que hay alguien que aplicará la justicia a todas las cosas, sin duda tomaremos la espada y buscaremos revancha por nuestra cuenta. Volf termina diciendo: «Si no creemos en la doctrina del juicio de Dios nunca podremos estar en paz en el mundo».
Creer en un Dios de juicio es crucial para ayudarnos a vivir en paz en el mundo. Es saber a ciencia cierta que, en última instancia y a su tiempo, Dios pondrá todo en orden. Mientras tanto, descansemos en su sabiduría y su gracia para con nosotros, y démosle gloria a través de nuestro comportamiento.
Hace más de 300 años, Jonathan Edwards decía algo así: «Este mundo, por más temible y desastroso que pueda ser, es todo el infierno que un verdadero cristiano tendrá que soportar; y es todo el cielo que un incrédulo podrá disfrutar».
Es su justicia, no la nuestra, la que pondrá las cosas en su lugar. Dejémosla en sus justas manos. En el tiempo prefijado por Dios, él actuará y pondrá todas las cosas en orden.