Nuestro conocimiento de la Biblia es la base de nuestro crecimiento en la vida cristiana, Pablo dice que la Palabra inspirada por Dios nos enseña, nos corrige, nos instruye, y nos hace maduros (2 Timoteo 3.15-17).
Por David Sommerville
Pedro recomienda que la deseemos como una criatura desea la leche (1 Pedro 2.1-3). Dios quería que su pueblo del Antiguo Testamento se saturara de la Palabra, que los padres la repitieran a sus hijos —estando en la casa andando por el camino, al acostarse y al levantarse, que la tuviesen constantemente delante de sus ojos y que la grabaran en su mente y en su corazón (Deuteronomio 6.6-9; 11.18-21).
Sin embargo, y hablando en general, leemos la Biblia mucho menos de lo que nos damos cuenta. La traducimos, la publicamos, hablamos acerca de ella, la predicamos y la defendemos; pero no la leemos. No me entiendan mal. No quiero decir que nunca la abrimos, que no leemos unos versículos para nuestro devocional o que no buscamos algún versículo o un pequeño pasaje para consolarnos en un momento de tristeza o para buscar la voluntad de Dios sobre alguna decisión. Lo que quiero decir es, sencillamente, que no nos dedicamos a leer la Biblia en serio.
Hay dos ideas comunes que impiden nuestra lectura, expresadas en dos frases: «No hay que leer la Biblia; hay que estudiarla»; y «No hay que leer la Biblia como si fuera una novela». Son ideas equivocadas que nos quitan el gozo de la lectura bíblica; y lo que no hacemos con ganas, pronto lo dejamos de hacer. Es cierto que debemos estudiar la Biblia; pero antes, tenemos que leerla. Tenemos que sentarnos cómodamente y abrir la Biblia con la expectación que sentimos con cualquier libro que sabemos que nos va a gustar.
«No hay que leer la Biblia; hay que estudiarla»».
Tenemos que entregarnos plenamente a leer, por puro gozo de leer el libro más bello, más fascinante, más satisfaciente que existe en la literatura universal: el libro escrito por Dios mismo. Nunca nos pongamos a estudiar lo que antes no hemos leído (este error tan común en la enseñanza de la literatura en nuestros colegios y universidades, mata nuestro apetito por la literatura —por la lectura— antes de que pueda despertar).
Leamos la Biblia como leeríamos una novela, o cualquier libro que nos atrae, página tras página, de corrido, sin soltarla, y pronto nos va a cautivar a absorber, a saturar. Descubrimos que no hay nada en toda la experiencia humana que satisfaga como escuchar detenidamente la voz de Dios. Automáticamente nuestro corazón se llenará de alabanza, de confesión, de petición, de intercesión; estaremos respondiendo a la voz de Dios.
Permítanme diez sugerencias prácticas, que nos ayudarán a leer con más compresión y satisfacción.
Prioridades
Primero, hay la cuestión de prioridades. Alguien sugirió que cada uno haga una lista, por orden de importancia, de todas las cosas que tiene que hacer durante el día. Si sigue ese orden, se puede asegurar de que nunca dejará de lado lo más importante solo por cumplir con la más urgente.
Si estamos demasiado ocupados para leer la Palabra de Dios entonces estamos demasiado ocupados para nuestro propio bien.
¿No diríamos que no hay nada tan importante en nuestra vida como la comunión con Dios? Sin embargo, muchas veces dejamos nuestra lectura de la Biblia para los últimos minutos del día, o para ese momento libre que nunca aparece. Todos tenemos tiempo para comer, dormir leer el diario ver televisión y conversar con los amigos. Si estamos demasiado ocupados para leer la Palabra de Dios entonces estamos demasiado ocupados para nuestro propio bien. Si tomamos en serio nuestra comunión con Dios, quizá tengamos que sacrificar unos minutos que dedicamos a otras actividades, o quizá tengamos que aprender a usar más eficientemente nuestro tiempo. Estemos seguros de que nuestras prioridades son las prioridades de Dios.
Hábito de lectura
Segundo, establezcamos el hábito de la lectura diaria. Fijemos dentro de nuestra rutina el lugar y la hora para nuestra lectura, como los tenemos fijados para comer y dormir, para ir a la escuela o al trabajo. Y luego mantengamos el hábito hasta donde unos sea posible, sin variar.
Planificación
Tercero, hay que planificar la lectura. No importa tanto qué plan usemos; lo importante es dar orden a la lectura. Cuando no sabemos qué leer, elegimos al azar, nunca leemos toda la Biblia y jamás vemos como los sesenta y seis libros, tan diferentes entre sí en contenido y forma, desarrollan un solo mensaje. Podemos comenzar al principio y leer hasta el fin (como lo hacía Jorge Müller cuatro veces por año por más de veinticinco años). Podemos leer en el Antiguo Testamento por la mañana y en el Nuevo Testamento por la noche. Hay muchos planes de lectura; adoptemos el que más nos guste. Pero tengamos un plan y sigámoslo.
Leer la Biblia
Cuarto, no confundamos nuestra lectura de la Biblia con nuestra lectura acerca de ella. La Biblia —solo la Biblia— es la Palabra de Dios. Lo escrito sobre la Biblia y sobre la vida cristiana tiene su lugar y nos puede ayudar mucho. Pero su lugar es después de haber leído la Biblia misma, y secundario a esa lectura. Si nos dedicamos a la literatura acerca de la Biblia y acerca de la vida cristiana y no a la Biblia misma, nuestra vida cristiana será siempre raquítica e infantil.
No confundamos nuestra lectura de la Biblia con nuestra lectura acerca de ella. La Biblia —solo la Biblia— es la Palabra de Dios.
Lectura extensa
Quinto, deberíamos leer trozos largos. Que quede varias veces subrayado este punto. Estoy firmemente convencido de que la razón principal por la que la mayoría de los creyentes sacan tan poco gusto u tan poco provecho de la Biblia es que la leen siempre en trocitos pequeños.
Leen porciones de diez a quince versículos, y nunca descubren la satisfacción de ser absorbidos por la lectura. Leer así por trocitos no es realmente leer. No hay libro alguno que resulte interesante leído de esa manera. La novela de aventuras más emocionante, el poema más tierno o la tragedia más conmovedora pierden su interés —y su valor— cuando se leen así, un capítulo, una estrofa o un acto por vez, dejando horas o días entre una parte y otra.
Nunca captamos el tema central, ni vemos cómo todo lo demás gira alrededor de él; nunca vemos el flujo de ideas dentro del tema; nunca sentimos la tensión de la narración, la descripción, el diálogo o el argumento que nos lleva adelante, y al final nos deja con un solo impacto: el mensaje. La división de la Biblia en capítulos y versículos es una gran ayuda para el estudio minucioso, pero hay que olvidarla cuando nos dedicamos a leer.
Hay muchísimos creyentes —quizá, la mayoría— que no han leído toda la Biblia, de tapa a tapa, una sola vez. Y sin embargo, con solo quince a veinte minutos por día, se puede hacer en un año. A veces deberíamos sentarnos y leer todo un libro de golpe: Mateo (se puede leer en voz alta en aproximadamente tres horas), Génesis (cuatro horas y media), Hebreos (una hora) o Apocalipsis (una hora y quince minutos). Parece mucho, quizá, pero pasamos horas viendo televisión, trabajando en el patio, paseando con la familia o conversando con los amigos. Si estas actividades son importantes, ¡cuánto más la lectura de la Palabra de Dios! Si usted nunca se ha sentado a leer de corrido un evangelio, cinco o seis cartas de Pablo, todo el libro de Job o la mitad de los profetas menores, le espera una gratísimo experiencia. Gustará, quizá por primera vez, lo que realmente es leer la Biblia.
En voz alta
Sexto, acostumbrémonos a leer muchas partes en voz alta. La belleza de los Salmos, la autoridad de las profecías y la agudeza de los Proverbios nos mueven de una manera especial cuando los leemos así. Nunca hay que leer poesía sin por lo menos «darla vuelta por la boca». Leer los diálogos de los Evangelios en voz alta, pensando en cómo habrá sido la entonación y el énfasis de las frases, nos hace sentir su verdadero significado e impacto. La majestad del Apocalipsis adquiere un colorido más intenso, y hasta la lógica de las Epístolas nos llega con más claridad, cuando leemos en voz alta.
Versión inteligible
Séptimo, usemos una traducción inteligible. Antes que nada, dejemos en claro que no hay ninguna traducción perfecta, porque ninguna traducción puede transmitir todo el significado (contenido y forma) del original. Una traducción es siempre una interpretación; esto está implícito en la palabra traducción. El traductor no quiere interpretar, pero si no interpreta, no traduce.
La traducción que más me agrada personalmente es la de la Reina Valera. Como profesor de literatura y lector asiduo de Cervantes, Calderón, Valdés y otros escritores del Siglo de Oro, no encuentro problemas en el vocabulario ni en la sintaxis de esta traducción, y su belleza literaria es sin par. Pero reconozco que para la gran mayoría, que no leen ni escuchan más que el lenguaje de la calle, de la televisión y de las revistas populares, la Dios Habla Hoy (conocida como Versión Popular) ha hecho de la Biblia un libro nuevo, un libro abierto de par en par.
Personalmente, tengo a mano varias traducciones: la Reina Valera, la Dios Habla Hoy, la Biblia de Jerusalén, la Hispanoamericana y otras, además de traducciones a otros idiomas. ¿Por qué? En primer lugar, porque muchas veces las dudas que surgen alrededor del significado de un pasaje se aclaran cuando se lee con otras palabras y con otra fraseología. En segundo lugar, podemos leer un pasaje tantas veces y nos puede llegar a ser tan conocido, que deja de asombrarnos o de sacudirnos. Pero al leerlo en otra traducción, toma de nuevo la vida y la fuerza que el Espíritu de Dios nos desea comunicar.
Interpretación
Octavo, recordemos que lo que nos toca es leer la Biblia, no escribirla: ver en ella las ideas que el escritor nos ha querido comunicar, no introducir las nuestras. Antes de interpretar el significado teológico del pasaje, y mucho antes de hacer la aplicación personal, debemos averiguar el significado exacto de las palabras y frases, de las ilustraciones y alusiones.
El texto tiene un solo significado, el significado que el escritor le dio.
No tengo derecho de decir: «Para mí es versículo dice tal cosa», como si el significado fuera algo de opinión personal. Mi primera tarea como lector es averiguar el sentido objetivo de las palabras.
Recordemos que lo que nos toca es leer la Biblia, no escribirla: ver en ella las ideas que el escritor nos ha querido comunicar, no introducir las nuestras. El texto tiene un solo significado, el significado que el escritor le dio.
En «Escudriñando las Escrituras», H. E. Dana dice:
«Prevalece en la mente popular la noción que la interpretación es atribuir un significado plausible a la Escritura. Es decir, generalmente se entiende que es atribuir un significado al pasaje en vez de descubrir lo que su significado realmente es. Se piensa en una interpretación posible, se la aplica al pasaje en estudio, y si se “ajusta”, se considera que es la correcta».
En resumen, tengamos mucho cuidado de no meter nuestras ideas dentro del texto para que diga lo que quisiéramos que dijera. No procuremos crear a Dios a nuestra imagen.
Tipo de literatura
Noveno, prestemos atención al tipo de literatura que se emplea.
Esto puede sonar muy técnico y teórico, pero en realidad es muy práctico, e imprescindible para una correcta compresión de lo que leemos.
Primero, y como mencionamos arriba, tenemos que definir el tema principal de cada libro, y luego de cada pasaje, y ver cómo todo lo demás gira alrededor de ese tema. Sin esta definición básica, es imposible entender un pasaje.
Segundo, tenemos que preguntarnos por qué un pasaje está escrito en verso o en prosa. El verso de usa para expresar ciertos pensamientos y sentimientos, y la prosa para otros. Cuántos errores de interpretación se han cometido simplemente por no darse cuenta de que toda poesía hebrea (y mucho de otra expresión hebrea también) está basada en el paralelismo.
Tercero, tenemos que tener en cuenta el género literario que se emplea; si es crónica, biografía, legislación o ensayo, todos ellos generalmente en prosa; o si es profecía, literatura visionaria, literatura sapiencial o poesía (lírica, narrativa o dramática), todos ellos generalmente en verso. Cada estilo y cada género expresa algo distinto, y emplea las palabras y las frases de un modo distinto.
Si el escritor humano elige con cuidado los que mejor se adecuen a lo que desea expresar, cuanto más Dios, el Autor perfecto. Al leer un pasaje, nos ayudarán las siguientes preguntas: ¿Quién hablaba y a quiénes se dirigía? ¿Qué quería decir el escritor en el momento histórico y cultural en que vivía, y cómo lo habrán entendido los que lo escuchaban? ¿Tiene el pasaje algún significado posterior o adicional, y por qué lo creó así? ¿Por qué se escribió en prosa o en verso, y por qué se empleó determinado género literario (un poema narrativo en lugar de un relato histórico, una serie de proverbios en lugar de una carta)?
¿Cuál es el tema principal, y cómo se relacionan las diferentes partes para expresar ese tema? Si se emplea lenguaje figurado, ¿me doy cuenta de cuáles son las imágenes, las ilustraciones y las alusiones, y las sé interpretar? Cuando el material se ha trabajado artísticamente (por ejemplo, los cambios que se encuentran a veces en el orden de las cronologías y genealogías, o la estructuración en la poesía de Job), ¿qué propósito tiene esta reformación? Aclaro que todo lo dicho arriba tiene que ver con el análisis literario, y es el análisis que se hace con cualquier obra literaria. Solo después de haber hecho este análisis teológico y a la aplicación personal del mensaje.
Palabra de Dios
Décimo, nunca olvidemos que Dios es Dios, y que siempre hay cosas que no vamos a comprender. La mente infinita y eterna de Dios se encarnó en nuestra literatura finita y temporal, tomó nuestras palabras, nuestras expresiones, nuestras formas literarias, nuestros conceptos limitados, y se expresó. La verdad de Dios siempre está más allá de nuestra compresión, de nuestros conceptos, de nuestras capacidades de expresión; por lo tanto, siempre hay cosas en su Palabra que no vamos a poder comprender en toda su plenitud. No nos desalentemos. Lo que no comprendemos hoy, quizá lo comprendamos mañana, o cuando lleguemos al cielo.
¡Qué aventura! ¡Cada día nos esperan descubrimientos nuevos! Cada vez que abrimos la Biblia, sabemos que hay algo nuevo para aprender. Y ahora: ¡A leer! Saturarnos de la Palabra de Dios nos transformará la vida: nuestra vida personal, nuestra vida familiar y la vida de nuestras iglesias. Comencemos —¡hoy!— a leer seriamente la Palabra de Dios.
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