«No seáis como el caballo, o como el mulo, sin entendimiento, que han de ser sujetados con cabestro y con freno, porque si no, no se acercan a ti.» (Salmos 32.9)

«¡Ya sé! ¡No hace falta que me expliques lo que debo hacer!» Damián repetía esas palabras cada vez que su abuelo quería enseñarle algo. ¡Vaya actitud la de aquel muchacho! No es difícil adivinar por qué se equivocaba todo el tiempo. ¡Prefería hacer lo que él pensaba sin considerar los consejos de otras personas!
Quizás por soberbia o temor a mostrar su ignorancia, mucha gente prefiere vivir así, con una actitud terca y cerrada a toda posibilidad de cambio.
En distintas partes de la Biblia podemos leer las historias de personas testarudas, que no permitían que los demás les enseñaran algo. Sin ir más lejos, en más de una ocasión Dios le pidió a su pueblo que abandonara la terquedad y dispusiera su mente para escuchar y obedecer sus enseñanzas. ¡Es increíble! ¡Aunque el mismísimo creador les hablaba, no dejaban de lado la tozudez!
Si deseamos alcanzar una vida de éxito, jamás permitamos que la terquedad dirija nuestro carácter.
No seamos personas obstinadas, de esas que se enojan con facilidad y responden mal a quienes buscan amablemente corregir sus errores. ¡Escuchemos los consejos de los demás! ¡Seamos flexibles! Aprendamos cada día a ser un poco más humildes. Y sobre todo, mantengamos nuestro corazón y nuestra mente sensibles a los cambios que Dios desee realizar en nosotros.
Sumérgete: La terquedad es compañera del orgullo, pero la disposición a los cambios siempre se manifiesta en quienes hacen de la humildad una característica fundamental de su vida.