«He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo, y en lo secreto me has hecho comprender sabiduría.» (Salmos 51.6)

Algunos mercaderes romanos de la antigüedad sabían cómo ocultar las fallas y defectos de sus productos. Cuando llegaba a sus manos una pieza de mármol que tenía ciertas grietas, intentaban disimular las fisuras cubriéndolas con un poco de cera.
A simple vista, los clientes no percibían la diferencia entre aquella pieza y una perfecta. ¡Pero qué chasco se llevaban al poco tiempo de tenerla en sus casas! El calor del sol y las condiciones del clima ayudaban a revelar el engaño: la cera caía derretida y podían verse los huecos que los vendedores habían tratado de esconder.
Cuentan por allí que desde entonces los posibles compradores cambiaron de estrategia. Cuando estaban interesados en una figura tallada, preguntaban si no tenía nada que ocultar. ¡Querían saber si era una pieza sin cera! Hay quienes dicen, pues, que ése es el origen de la palabra «sinceridad».
¡Dios quiere que vivamos como personas sinceras! ¡Que no tengamos nada que esconder ni falsear!
Por eso, esforcémonos por practicar la sinceridad como una cualidad principal de nuestro carácter. Seamos personas auténticas con los demás. No mostremos una imagen externa distinta de la real. ¡Digamos siempre la verdad! No ocultemos nuestras fallas y pecados delante de Dios. ¡Al contrario! Mostrémosle nuestros errores y él nos ayudará a repararlos en forma definitiva.
¡Mostremos sinceridad en todo lo que decimos y hacemos!
Sumérgete: Dios anhela que seamos absolutamente sinceros con él. No dejemos de hablar con Dios en oración y alimentémonos con las palabras de la Biblia.