«Entonces, ¿qué diremos? ¿Seguiremos pecando para que la gracia abunde? ¡De ninguna manera! Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo podemos seguir viviendo en él?» (Rom 6.1-2).
Al llegar a Romanos 6, comenzamos la tercera sección principal en el libro de Romanos. El enfoque de la primera sección (Rom 1.8-3.20) se centró en la condenación en el pecado de toda la raza humana. El apóstol escribe que la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres (Rom 1.18). En su presentación del evangelio, Pablo comenzó con la mala noticia de que todos hemos pecado y fallado en alcanzar la gloria de Dios (Rom 3.23). Esta realidad de la ira divina contra toda rebelión humana revela por qué todas las personas necesitan desesperadamente el evangelio.
Luego tenemos la segunda sección principal (Rom 3.21—5.21) sobre la justificación por la fe sola. Este es el acto divino en el cual Dios declara justo al que cree en Jesucristo. Tal posición ante Dios no tiene nada que ver con nuestra vida práctica, pero tiene todo que ver con lo que Jesucristo ha hecho en beneficio de los pecadores culpables destinados al infierno. Sobre la base de la vida perfecta y sin pecado de Cristo y su muerte sustitutiva y portadora del pecado, los que creen solo en Jesucristo reciben la justicia perfecta que él logró y que se les imputa.
Después llegamos a la tercera sección principal de Romanos sobre la santificación (Rom 6.1—8.39). Estos tres capítulos contienen el discurso más grande de Pablo sobre la santificación en todas sus epístolas. De hecho, esta es la sección doctrinal principal sobre la santificación en toda la Biblia. En Romanos 12-15, Pablo centrará su atención en la aplicación práctica de la vida cristiana, pero Romanos 6-8 es la infraestructura teológica para la vida cristiana. Necesitamos entender la doctrina de la santificación y su aplicación en nuestras vidas.
El significado de la santificación
La palabra raíz para «santificación» (hagiasmos) proviene de la misma raíz que «santo» (hagios y hagion). Las tres palabras provienen del término griego que significa «separar» y aportan un doble significado. Ser santo significa que uno está siendo separado, o apartado, de algo (pecado) hacia algo (Dios).
En la santificación, el creyente está siendo apartado de tres poderes malignos. Primero, estamos siendo apartados del pecado, del poder dominante y gobernante del pecado que estaba controlando nuestras vidas antes de convertirnos. En segundo lugar, estamos siendo apartados del mundo, del sistema malvado del mundo, un sistema invisible que es anti-Dios, anti-Cristo, anti-todo lo que es bueno y decente. Antes éramos parte de este sistema malvado, pero ahora hemos sido apartados de su poder y contaminación. En tercer lugar, estamos siendo apartados de las influencias del mismo diablo. Antes estábamos cautivos del diablo para hacer su voluntad, pero la santificación produce una ruptura radical de estos tres poderes siniestros, el mundo, la carne y el diablo. Esa es la parte negativa de la santificación, de lo que hemos sido apartados.
También está la parte positiva en la que estamos siendo apartados hacia algo que es glorioso y bueno. Estamos siendo apartados hacia la imagen de Dios, hacia la semejanza del Señor Jesucristo y hacia los propósitos del reino de Dios. Por lo tanto, como ya dijimos, la santificación implica una separación negativa y una separación positiva. Estos dos aspectos son las dos caras de la misma moneda. En el momento de la conversión, Dios comienza a trabajar en nuestro interior para apartarnos del mundo, de la carne y del diablo y llevarnos hacia la semejanza de Jesucristo. Nos estamos convirtiendo cada vez más en la imagen de Cristo. Dios está destruyendo lo viejo y está construyendo algo completamente nuevo.
El contraste con la justificación
La justificación tiene que ver con nuestra posición legal ante Dios. No tiene nada que ver con nuestro carácter, nuestra conducta o cómo vivimos nuestras vidas. Tiene que ver con nuestro estatus en el cielo. Por otro lado, el proceso de la santificación práctica no tiene que ver con mi posición ante Dios, sino con mi caminar diario con el Señor. Tiene que ver con mi condición espiritual interna: mi corazón, mi mente, mis afectos y mi voluntad. La santificación trata sobre lo que Dios está haciendo en mí para hacerme semejante a su Hijo, Jesucristo. La justificación es lo que Dios ha hecho por mí. La santificación es lo que Dios está haciendo en mí y a través de mí.
La justificación ocurre solo una vez. Solo somos justificados una vez ante Dios. La santificación es un proceso continuo.
La justificación es un acto que involucra solo a Dios. La santificación es una actividad que involucra tanto a Dios como al hombre. Si bien solo Dios justifica, cada creyente tiene una enorme responsabilidad en su vida cristiana diaria.
La justificación es un pronunciamiento inmediato, mientras que la santificación es una búsqueda de toda la vida.
La justificación es la misma para todo creyente. Nadie está más o menos justificado que otro. Todos tenemos la misma justicia perfecta de Jesucristo imputada en nuestra cuenta. Sin embargo, la santificación difiere de un hombre a otro. Algunos creyentes crecerán en la semejanza de Cristo más que otros. Algunos se quedarán atrás más que otros en su crecimiento espiritual. Nuestra responsabilidad es crecer en el conocimiento de Dios y su Palabra, y permitir que el fruto del Espíritu abunde más y más en nuestra vida, para la gloria de Dios. Es decir, permitir que el Espíritu vaya tomando control de cada área de nuestra vida a fin de que el fruto que él produce pueda reflejarse a través de nosotros.
Un asunto de vida o muerte
En Romanos 6.1-2, Pablo dice: «Entonces, ¿qué diremos? ¿Seguiremos pecando para que la gracia abunde? ¡De ninguna manera! Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo podemos seguir viviendo en él?».
¿Cómo es posible, dice Pablo, que nosotros, que hemos muerto al pecado, vivamos aún en él? Se refiere a todos los que hemos sido justificados solo por fe en Cristo. Esta es la clave de nuestra vida en santificación, el pecado ya no reina en nosotros y no tiene un poder gobernante sobre nosotros. Ahora le podemos decir «no» al pecado y vivir de acuerdo con la voluntad y propósito de Dios para nuestra vida. Pasamos de muerte a vida en el momento de nuestra conversión.
Claro que eso no significa que no pueda haber actos individuales de pecado. De hecho, lamentablemente, seguirá habiendo actos individuales de pecado. Pero ya no estamos obligados a entrar en el eterno círculo del pecado, ahora vivimos para Dios y podemos rechazar las influencias de la carne, el mundo y el diablo.
Lo que murió en el momento de nuestra salvación no fueron los actos de pecado. Lo que murió no fue la pena del pecado. Lo que murió fue el poder imperante del pecado que antes nos tenía en un agarre mortal.
Es un asunto de vida y muerte o, mejor dicho, de muerte y vida. Morimos al pecado y vivimos para Dios.
Conclusión
Si nunca ha habido esta muerte espiritual en tu vida, estás sin Cristo y sin esperanza. La única manera de entrar en el reino de los cielos es que esta realidad tenga lugar en ti. Debes nacer de nuevo —como Jesús le dijo a Nicodemo (Jn 3.3)—, para que esta santificación posicional se vaya convirtiendo en realidad dentro de ti. Dios te llama a mirar a Cristo, y creer en él. Confiesa tu pecado y arrepiéntete de él. Entrega tu vida a Jesucristo. Debes negarte a ti mismo. Debes morir a ti mismo. Debes tomar una cruz, un instrumento de muerte, y seguir a Jesucristo. Debes apartarte de tu pecado y volver a Cristo. Debes dar ese paso decisivo y seguir por el camino estrecho. Comienza la nueva aventura por el camino estrecho que conduce a la vida. Que Dios te dé gracia para creer en el Señor Jesucristo. Él es tu única esperanza. Sin él, estás muerto. Con él, tienes vida eterna.