El periodista Franz-Olivier Giesbert utilizó un buen número de horas con el expresidente de Francia, ya fallecido, Francois Mitterand, y muchas de esas horas fueron dedicadas a discusiones sobre la muerte.
Aunque nació en un hogar católicorromano, Mitterrand se convirtió en un ardiente gnóstico. En su libro «Dying without God: Francis Mitterand´s Meditations on Living and Dying» (Morir sin Dios: Meditaciones de Francis Mitterrand sobre vivir y morir), Giesbert arrojó considerable luz sobre la comprensión de Mitterrand sobre morir sin creer en Dios.
Giesbert describe a Mitterrand como un «Nietzscheano hasta el día de su muerte». Mitterrand se describía a sí mismo como un místico con una mente racionalista. Él no negaba que pueda existir alguna forma de trascendencia, pero describía la idea de que su espíritu pueda sobrevivir a su muerte como algo «embarazoso».
Al final, Mitterrand murió de la manera en que vivió, sin Dios.
La visión secular sobre la vida y la muerte representaba a una entera generación europea de intelectuales y figuras políticas. Profundamente comprometidos con el ateísmo, el gnosticismo, el existencialismo o el marxismo; estos intelectuales dejaron fuera a Dios. Muchos de ellos murieron sin temor de Dios y sin fe en Dios.
Unos años atrás, murió otro intelectual europeo muy conocido: José Saramago, escritor portugués, ganador del premio Nobel en 1998 y un ateo proactivo. Pública y permanentemente, Saramago dejó bien en claro que no solo no creía en Dios, sino que se burlaba de la idea de Dios en general y del cristianismo en particular. Sus novelas no dejaban de ofender al cristianismo y a Dios.
Desde nuestra perspectiva cristiana, morir sin creer en Dios es morir sin temor al juicio y sin esperanza de resurrección para vida. Morir sin Dios es morir completamente solo y enfrentar una eternidad sin Dios ni esperanza alguna.
Mucho podríamos decir acerca de Mitterrand y Saramago en cuanto al ateísmo y a la muerte. Lamentablemente para ellos y para tantos otros que mueren sin Dios cuando se den cuenta de su gran equivocación será demasiado tarde. Pero para nosotros, los que quedamos y sí tenemos fe en Dios, es un llamado de atención. Los casos como los de Mitterrand y Saramago no son la excepción, hay otros, quizá menos conocidos, que también eligieron vivir y morir sin Dios. Esto debe ser una llamada de alerta para que prediquemos a tiempo y a fuera de tiempo la verdad de Dios. Nuestra predicación y nuestras vidas deben convertirse en poderosos faros de la verdad de Dios. Debemos vivir vidas que merezcan ser imitadas y que impulsen a los que nos rodean a acercarse a Dios por nuestro ejemplo y predicación. La obra, por supuesto, pertenece al Espíritu Santo, quien es el que puede cambiar los corazones de los incrédulos.
Por último, citamos a Miguel de Unamuno, reconocido poeta español, que murió el 31 de diciembre de 1936. Refiriéndose a este tema, dijo lo siguiente: «El infierno se concibió como una institución policial para inspirar miedo en este mundo. Pero lo peor de todo es que ya no asusta a nadie y, por lo tanto, tendrá que cerrarse». ¡Qué pena, don Miguel, que haya tenido que darse cuenta de cuán equivocado estaba de la peor manera!
Si bien nuestra tarea es proclamar las buenas nuevas de la salvación provista por Dios a través del sacrificio de Jesucristo sobre la cruz y su posterior resurrección, el infierno es una realidad tremenda para aquellos que mueren sin Dios. No solo no está cerrado, sino que seguirá existiendo por toda la eternidad.
«Amado Dios, que nuestras vidas sean ejemplo y nuestras bocas se abran permanentemente para comunicar las buenas nuevas que pueden cambiar las vidas de los hombres, así como modificar su destino eterno. Úsanos para proclamar el evangelio de Jesucristo a todos aquellos con quienes nos relacionamos de una manera u otra».